Carlos Oroza, que te levantas del suelo
El poeta gallego fallecido en Vigo el pasado sábado fue un superviviente, un cantor de especie única
Carlos Oroza vivía de no tener hambre. Manuel Vicent lo recuerda seco como un sarmiento, con la carne pegada a sus huesecillos de ave y sin una peseta en el bolsillo. Pero como no comía, no bebía y lo único que hacía era subirse a las cosas a piar como un pájaro, parecía habitar en un paraíso.
”Yo vivo de mi propia austeridad”, aclaraba el poeta Oroza (Viveiro, Lugo, 1923-Vigo, 2015). En el Café Gijón de los 60 y 70 Oroza no era de los sablistas sino de los dignos. “No se humillaba. Había alguno de esos que te pedían dinero y cuando se lo dabas te insultaban”. Ese dandysmo moral lo demostró la tarde en que Oroza enamoró a una francesa y ella pagó noche en el Hotel Nacional. Cuando estaban en la cama escucharon a través de las ventanas gritos de manifestantes, sirenas de ambulancia, las carreras de los grises y las lecheras bajando por el Paseo del Prado. La francesa se asustó tanto que el poeta tuvo que descorrer la cortina y ver lo que pasaba. Desde allí anunció: “No te preocupes, son cosas de pobres”.
En el Gijón pasaba tanto tiempo que parecía un mueble más. Para Vicent tenía un estatus fijo en el café como el de la Sandra, que decía ser hija de Negrín. Cuando alguien de provincias entraba deslumbrado al Gijón y le preguntaba a ella si era poeta, la Sandra les contestaba que era puta. El verdadero poeta, sin embargo, conseguía hacerse pasar por sombra hasta que saltaba sobre alguna mesa y ponía el café a temblar: “¡Dejad que el trigo crezca en las fronteras!”.
Oroza resolvió su vida entre misterios transparentes. Nadie sabe cómo acabó en Madrid, ni por qué desapareció un día para regresar a Galicia. Abominó siempre de la palabra escrita y no quería verse en libros. Sus poemas circulaban por las facultades de Filosofía y Políticas, por los cafés literarios, por las calles, porque la gente los memorizaba de su boca, no porque los leyese. Rafael Cid transcribe en la revista Ollaparo unos versos dedicados a José Antonio Primo de Rivera que los estudiantes coreaban con furia: “Los hijos de Juan Ramón Cireda S.A. / mataron al padre a puñetazos y lo vistieron de payaso / Las hienas lo hubieran devorado / pero la ley tiene un servil descaro y lo metió en el tren de la ternura / Lo unieron al paso de los otros”.
A Oroza lo trataron en Madrid el pintor José Luis Fajardo y su hermano Julio. Con el pintor llegó a vivir tres meses en su piso de Doctor Fleming. Un verano se fueron los tres a Canarias. Esas semanas calurosas los pasó Oroza subido a lo alto de las palas de los tractores recitando sus poemas, parando las calles, agitando multitudes. Nativel Preciado era la musa del poeta, dice Fajardo. También lo escribió Vicent en el prólogo a un libro de Preciado: “Había que ser progresistas a toda costa aquellos años cuyas noches olían a gas de almendra y para eso se utilizaba el eje del café Gijón, Oliver, Carrusel, Bourbon, Piccadilly y en esos santuarios había periodistas que estrenaban barba, poetas que tomaban coñac con media tostada, pintores que ladraban a cuatro patas. Entre ellos un vate maldito con rasgos de bereber reinaba abriendo su sombra en el humo: Carlos Oroza recitaba yambos contraculturales y fue el quien consagró a Nativel Preciado como musa de aquellas barras y veladores donde la libertad era un pepito de ternera compartido con Marcuse. “Nati… Nativel… Vietnamita… Surnamita…” clamaba el bardo mientras en la cocina iba marchando también una de boquerones”.
Por culpa de Nativel a Oroza le partieron la cara. Fue en un recital en el que le cantó a Preciado sus versos: “Nati… Nativel… Vietnamita… Surnamita…”. Entre el público estaba un americano, Rick. Vivía en Madrid con su mujer, Patsy, amante de un famosísimo político español. Rick, al escuchar los “vietnamitas” de Oroza, fue hacia él y lo tumbó de un puñetazo por creer que estaba recitando un poema antimilitarista.
No sólo Preciado fue su inspiración artística. Hace años, ya instalado en Vigo, se enamoró platónicamente de Uliana Semenova, la jugadora soviética de baloncesto que medía 2,13 metros. La convirtió en su musa y la defendía con uñas y dientes: decía que las críticas probaban el mal gusto de la gente, entregada a las barbis sin entender “la belleza guerrera de las walkirias”.
A su amigo Pepín Calaza, vigués y parisino, Oroza le propuso atracar el Banco de España. Le dijo que no por el dinero, que despreciaba, sino porque había soñado que en las cámaras acorazadas se guardaban los mejores vinos del mundo. Años después Calaza, economista y matemático, hizo un informe con Edmond Malinvaud para el Banco de España. En Faro de Vigo contó que terminado el trabajo fue invitado a comer en un salón del banco con Luis Ángel Rojo y Mariano Rubio. Le sacaron botellas de un vino insuperable y Calaza preguntó si era cierto, como había soñado el poeta, que lo guardaban en una cámara acorazada. “Lo guardamos”, contestó lacónico el gobernador Rubio, “en una cámara en la que sólo hay vino y telarañas”.
La primera vez que Calaza vio a Oroza fue en el Gijón: el poeta estaba persiguiendo una aceituna en la barra. Prueba de su relación distante con el dinero fue la invitación de Antón Castro, entonces director del Cervantes en Milán, a dar un recital allí. Castro sabía que Oroza siempre estaba sin blanca, y que el poeta se alejaba de cuestiones terrenales hasta conseguir olvidar el hambre. Con aquel recital un tipo como él podría vivir varios meses. Pero Oroza empezó a poner pegas (el viaje es largo, necesitaba un acompañante para que no se perdiese –le pagaron uno- y en Milán hacía mucho frío –era mayo). Finalmente, rendido, dijo que no iba porque en Milán no había mar y a él lo que le gustaba todos los días era mear en la orilla del océano.
El poeta sin libros, que despreciaba los signos del lenguaje y cantaba como Holderlin, seguía a Withman, a Rimbaud y a Lorca (que era la música pura pero “las dictaduras tienen la afición de matar poetas”), apareció un día en el Gijón con un libro de tapas de acero. Lo recuerda Vicent: “Una cosa que yo no sé cuánto podía valer ni quién se la hizo, una edición de superlujo”. Oroza a duras penas podía levantar su propio libro. En los últimos cuarenta años siguió publicando cosas espaciadas, sueltas; Cabalum, Alicia, En el norte hay un mar que es más alto que el cielo... Es autor de frases que a fuerza de repetirlas se quedan a vivir dentro de quienes las escuchan. Un chamán, resume el periodista Ramón Rozas: “Una pureza ancestral exiliada de cursis contaminaciones, como su poesía”.
Julio Fajardo escribió en Diario de Tenerife que Oroza sucedió demasiado pronto. “Los que se dedicaron a hacer la crónica no habían llegado (…) Si Carlos hubiera asomado en el Madrid de los ochenta habría sido una figura rotunda e incontestable pero, para su desgracia, se adelantó unos veinte años a las cosas que tenía que decir”.
Diez años después de desaparecer desastrado y piojoso del Gijón, Manuel Vicent se lo encontró de golpe en el restaurante Gades de la calle Conde de Xiquena. Oroza llevaba una corbata Hermés, chaqueta de cachemir, zapatos de tafilete y una maleta Samsonite. “Me voy a Milán”, le dijo.
Vicent cuenta que era la única frase que podía salir en ese momento de su boca. Y la única que él podría creerse viéndole las pintas. Fue corriendo al Gijón a dar la nueva: Oroza estaba vivo. Los rumores le colocaron rápidamente enamoriscado de una marquesa. Como con Oroza era casi imposible hablar (recitaba todo el rato, era inconcreto, decía que las respuestas las tenían los bosques, que había que ir a plantar trigo a las fronteras), la sospecha amenazó con quedarse en el limbo, inaprensible como él. Lo cierto es que se casó con una aristócrata de la que se separó no se sabe por qué. Con ella tuvo una hija guapísima que fue a visitarlo a Vigo hace unos años.
Una entrevista en Diario de Pontevedra en 1964 lo sitúa respondiendo a las preguntas con versos de poemas.
-¿Usted qué es?
-Yo soy cliente del hambre y la desdicha. Lo siento, pero digo la verdad: tomé aguardiente y anduve por el lado de las bestias. Y me alimento de mi propia muerte.
En Vigo tenía algunos mecenas, Calaza y su hermano entre ellos. Él no pedía. Cada mes iba a fumar un pitillo al despacho de estos amigos y ellos, cada uno a su estilo, le daba un sobrecito con billetes diciéndole: “Mira, Carlos, una admiradora me dejó una carta de amor para ti”. Le acompañaron hasta el final amigos como su último protector, el editor Javier Romero y familia, que lo cuidaron como si estuviese en su última juventud, y Uxío Novoneyra, hijo de sus grandes amigos el poeta Uxío Novoneyra y su mujer Elba Rei. En la casa del Courel de los Novoneyra vivió Oroza en épocas intermitentes entre los 70 y los 80. En su lecho de muerte el poeta Novoneyra, figura central de las letras gallegas, dejó dicho a su mujer que la casa familiar estaría siempre abierta para Carlos Oroza. El poeta tenía en Elba a su alma gemela; a Branca, hija de los Novoneyra, le encargó su biografía autorizada.
Siguió recitando hasta su fallecimiento y arrastraba gente: llenaba teatros en Galicia y podía llegar a cobrar el espectáculo a 3.000 euros. Hace un año recogió la medalla de oro del Círculo de Bellas Artes. A él se acercó el poeta y periodista Antonio Lucas, y antes de que Lucas dijese nada Oroza le preguntó cuánto podría valer aquel oro. Porque aquella medalla, le dijo, bien podía convertirse en unas centollas que le arreglasen a él un año. Vivía de no tener hambre, pero tampoco había que ponerse histérico.
Pepín Calaza recuerda que Oroza, un alfeñique, decía que era poeta porque no podía ser boxeador. “A mí lo que me hubiera gustado es ser muy fuerte, temido en todas partes y andar arreando leches a diestro y siniestro. Eso de andar repartiendo leches sí que tiene que dar placer”.
Levitó dos veces en Madrid. Una en Gran Vía, a la altura de Chicote. Era de noche y Oroza se elevó unos veinte centímetros ante unos amigos boquiabiertos. La siguiente vez que levitó fue al salir del Café Gijón, acompañado entre otros por Raúl del Pozo. Se levantó del suelo algo más, unos treinta centímetros. “Se asustó mucho. Raúl también se asustó mucho, de hecho ahora niega que Carlos levitase”, dice José Luis Fajardo. En la primera ocasión ocurrió por el repentino golpe de aire del respiradero de la boca de metro, tan violento que levantó al pequeño poeta. En la segunda, por un majestuoso vendaval que casi se lo lleva por los cielos, de ahí el susto morrocotudo. “Carlos debía de pesar veinte, treinta kilos”, resume Fajardo.
De esas dos experiencias viene uno de sus poemas más célebres, que da título a la antología de su obra: Évame (Elvira, 2013).
Parece entonces como si yo y yofuésemos dos personas que se persiguen mutuamente. Es en la evasión donde está el sentido de mi propia seguridad. Oh eva évame malú évame malú
Hoy en ferragosto o julio triste prohibido e inasequible. Solo Oh eva. Évame eva. Évame si me transito.
(…)
Una vez me escupiste cenizas en los ojos Y yo te dije Sigue sigue sigue Te me adelantas. Tengo miedo. Estás golpeando al mundo. Pero tu me das malú – malú – malú Malú para llegar arriba.
Évame, dice Julio Fajardo, era una contracción de Elévame. “En referencia a una ascensión celestial, como la fuerza que fue capaz de levantar las faldas de Marilyn Monroe”.
Carlos Oroza solía decir con frecuencia: “Todos los hombres de valía tienen algo en la mirada o en la boca”. Ese algo lo tenía él en ambas partes.
Babelia
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