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CORRIENTES Y DESAHOGOS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La belleza pulmonar

El universo de la tuberculosis fue el ámbito natural del macilento estilo de Munch

Arte y enfermedad han sido un tópico románticamente tan arraigado que todo deportista con buena salud ha pasado por la historia como un patán descartado para crear nada. Afortunadamente Edvard Munch (1863-1944) estuvo toda su vida enfermo. La exposición del Thyssen se compone de 80 obras, la mayoría de las cuales representan a gente en cama o a punto de ser hospitalizada. Incluso, quienes parecen radiantes denotan mirando al mar una suerte de blancor que acabará con ellas. “Enfermedad, muerte y locura fueron los ángeles negros que velaron mi cama”, escribió Munch.

Nórdica ha editado el libro El friso de la vida con poemas, diarios y reflexiones del pintor. Los poemas son malísimos, los diarios ni fu ni fa, pero son brillantes algunas punzadas artísticas (“Un trazo de carbón sobre un muro puede ser más valioso como arte que muchos de los grandes cuadros con sus costosos marcos”). Y una breve charla con Ibsen que le dijo: “A usted le irá como a mí, cuantos más enemigos más amigos”. Así es. A Munch no le faltaron ni los unos ni los otros pese al alcoholismo, la esquizofrenia y los brutales ataques de tos.

En general, el universo de la tuberculosis fue el ámbito natural de su macilento estilo. Tanto el puñado de obras que llamó El friso de la vida (Angustia, Las tres mujeres, Madonna, e, incluso, El grito en cuanto esputo) como otras, al estilo de El beso o El día siguiente poseen una patología y morfología pulmonar. Entre lo sanguinolento y lo verdoso, entre ojeras y cuerpos flácidos cunde la creación del más interesante precursor del expresionismo.

El arte hasta Duchamp, digamos, pagaba una tarifa en fiebres, sífilis, tisis y desalientos. Dice Munch: “Para entender que me pareciera un crimen casarme, puedo informar de lo siguiente: mi abuela materna murió de tuberculosis. Mi madre murió de tuberculosis, al igual que su hermana Hansine. Al parecer la tía que vino (a vivir) con nosotros también tenía tuberculosis. Toda su vida sufrió catarros con expectoraciones de sangre. Mi hermana Sophie murió de tuberculosis. Llegué enfermo al mundo. Apenas pude asistir al colegio. Tenía hemorragias y expectoraciones de sangre. Mi hermano tenía los pulmones delicados y murió de pulmonía. Mi abuelo paterno, el deán, murió de tuberculosis de médula. De allí creo que le vino a mi padre ese nerviosismo y esa vehemencia enfermizos; los mismos males que fuimos desarrollando crecientemente los hijos”.

Munch se revolvió contra los críticos que llamaban a su obra “arte enfermo”. Por el contrario, confesaba respirar a todo pulmón cuando pintaba. Murió en 1944, justo el año en que llegó la estreptomicina. ¿Una trágica coincidencia? No para él que, con el mismo espíritu testimonial que Ingrid Bergman al final de Casablanca, declaró: “Nosotros no morimos; el mundo se muere”.

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