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CORRIENTES Y DESAHOGOS
Columna
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La cultura del Mal

Esta cultura es la cultura del Mal. Chapoteamos en ella y sus salpicaduras van creando malditos mundos alrededor. Justo ahora, cuando se cumplen los 25 años de La transparencia del mal (Jean Baudrillard. Galilée, 1990), su clamor no ha dejado de crecer. Decía Baudrillard, por ejemplo: “…Existen dos mercados del arte. Uno sigue regulándose a partir de una jerarquía de valores aunque estos sean ya especulativos. El otro está hecho a imagen de los capitales flotantes... en una especulación pura que, diríase, no tiene otra justificación que la de desafiar precisamente la ley del valor”.

Modigliani hace unos días, Picasso, Giacometti o Rothko explotan en millones de dólares durante las grandes subastas, a semejanza de las bombas devastadoras de la Yihad. No hay sustento racional; sólo vuelan sus efectos como incontables fragmentos de la cultura del Mal. Los millones de refugiados que llegan desde África siguen, por su parte, una ecuación similar: miseria / migración / aniquilación.

En Madrid, frente a los cuadros de Ingres que se expondrán pronto en El Prado, se alza el expresionismo de Munch en el Thyssen, el impresionismo de Bonnard en Mapfre, una instalación del vietnamita Danh Vo con huesos y fósiles en el Palacio de Cristal y una muestra de la barbarie de la Segunda Guerra Mundial en el Reina Sofía del polaco Andrzej Wróblewski.

Todos los valores se intercambian fácilmente en el mercado del Mal. ¿Inmoral? ¿Moral? ¿Puede considerarse inmoral la pretendida independencia de Cataluña? La pregunta carece de toda pertinencia puesto que la maniobra forma parte de la pura especulación que —como ya se ha dicho— “no tiene otra justificación que la de desafiar precisamente la ley del valor”.

La hiperinformación en las Redes que lleva a la confusión y al falso like o el sexo que reemplaza al amor y se fragmenta en múltiples pornografías son engullidos en el tremedal de la indiferencia que gobierna el Mal. Un Mal que traga tanto a políticos sin honor como a la curia en pecado mortal. De modo que la utopía ha sido hace tiempo reemplazada por el escepticismo y la sospecha, siendo la paranoia la máxima enfermedad de moda.

¿Una época negra? Al revés: una época blanca. Todo se blanquea para que sin color no pueda operar visiblemente la dialéctica entre el bien y el mal. Se blanquean los capitales, las sediciones, la pobreza, el Estado criminal. Los contornos se pierden casi por todas partes: desde la superinformación a la supertecnología, desde la desmemoria histórica a la asepsia ética (y estética).

La ignominia y la violencia se extienden desde los matrimonios con asesinos a las patrias con farsantes. En consecuencia, ya casi irremediablemente, la nefasta plaga que hoy agiganta aquella transparencia baudrillardiana no cesa de extenderse, envenenarnos o negarnos bajo la deslizante esencia de la cultura del Mal.

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