Extraterrestre con sombrero
El creador de ‘Moondance’ sigue siendo un tipo distante y antipático, pero su arte descomunal obliga a perdonárselo todo
A Van Morrison se le ha apodado Tío Vinagre desde el inicio mismo de los tiempos, pero son ya muchos los años en que, exacerbando su propio personaje, se comporta como un absoluto genio arisco. Existen dos maneras básicas de alcanzar la edad provecta en el mundo de la música popular, la agradecida y enternecedora de Leonard Cohen o la rabiosamente eremita de Bob Dylan, y el norirlandés se alinea sin el menor margen de duda con esta segunda. La diplomacia le resulta ajena y el fervor que merece es incompatible con los inauditos 200 euros que costaban este martes muchas localidades en el Circo Price, que no se llenó pese a que Madrid no había podido aclamar al autor de Astral weeks desde octubre de 2007. Pero todos estos inconvenientes, objetivos y nada pequeños, empalidecen cuando suenan preciosidades superlativas como Days like this o I believe to my soul. Podemos farfullar por culpa de Van Morrison, una modalidad expresiva que él eleva a la categoría de liturgia, pero casi siempre acabaremos claudicando. En esta ocasión, y durante algunos momentos, hasta el extremo de echar de menos un reclinatorio para conferir mayor solemnidad a nuestras bendiciones.
Es curioso reparar en que Robert Zimmerman y el de Belfast, dos de los más colosales patrimonios vivos de la humanidad, solo han coincidido colateralmente y nunca alcanzaron un buen entendimiento artístico. Barruntamos una explicación sencilla: se parecen demasiado. George Ivan Morrison también aplicó esta vez una disciplina espartana, su imperturbable puntualidad (20 horas, 00 minutos) de reloj suizo, la reinvención de algunos clásicos (Brown eyed girl, If you only knew) hasta hacerlos irreconocibles, el rictus impertérrito bajo el sempiterno traje gris y las gafas oscuras. Entran ganas de considerarlo un eremita o un inadaptado social, pero no se dirimía en el Price una clase de psicología evolutiva. Debemos consignar aquí, en cambio, que los casi 20 minutos sin interrupción que integraron Moondance (con su bellísima sucesión de solos breves), Enlightenment, In the afternoon y Magic times constituyen uno de los momentos más hermosos e imperecederos que ha vivido esta ciudad desde que Jagger desafió a la tormenta aquella en el verano de 1982.
Morrison es hoy, a sus 70 años recién cumplidos, un maestro indiscutible en los géneros esenciales. Arranca bajo parámetros jazzísticos, marcando el territorio con un clásico menor (Close enough for jazz, 1993) y racaneando en decibelios, pero de ahí transitará por el blues (homenaje a John Lee Hooker incluido), el rhythm ‘n’ blues y el soul sin que ninguna de sus lecciones apabullantes parezca suponerle un gran esfuerzo. Sigue escogiendo el repertorio sobre la marcha, para terror de unos músicos que nunca saben a qué atenerse y deben permutar bajo eléctrico y contrabajo, por ejemplo, en décimas de segundo. Pero de esa misma tensión creativa nacieron Astral weeks (1968) y Moondance (1970), dos de las obras cumbres del ser humano a lo largo del siglo XX. Y, por cierto, un puñado de títulos casi coetáneos de Dylan, ya que antes hablábamos de él.
La impredecibilidad es ingrediente consustancial en Morrison, protagonista de dos espantadas célebres (1988 y 1997) en Madrid. Para los anales queda esta vez, en cambio, un concierto sobrio y emocionantísimo, con el artista incluso balanceándose por momentos junto al micrófono y los hechizos multiplicados en casos como el de Baby please don’t go, fabuloso trance con la armonía clavada en el mismo acorde y el gran jefe ordenando con el brazo los golpes de batería.
Persuadámonos, por lo demás, de que Van The Man seguirá sin aportarnos un solo argumento para la candidatura al Premio Naranja. No hubo en el Price un triste gesto de saludo o despedida, ni siquiera alguna referencia cortés al trágico deceso, pocas horas antes y en la misma ciudad, de un mito como Allen Toussaint. Morrison hizo mutis a los 88 minutos exactos, por mucho que nos dejara a solas otros diez minutos más (menudo consuelo) con sus cinco músicos. Pero bastaría con prestar atención a ese tema final, un Ballerina hondo y conmovedor como un quejío flamenco, para corroborar que el hombre bajito del sombrero que ayer se dignó a visitarnos es un auténtico extraterrestre.
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