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Ni egocéntrico, ni sensiblero

Alberto Santamaría tiene un talento arrollador para rescatar cuestiones del limbo académico y convertirlas en desafíos urgentes

César Rendueles

Debemos a Ortega y Gasset una de las mejores defensas del romanticismo. “El romanticismo fue el libertador de la fauna emotiva viviente en nosotros”, escribió. “Merced a esta consagración del sentimiento, hay, por ejemplo, en la literatura desde 1800 dos calidades deliciosas que antes faltaron siempre: color y temperatura”. Alberto Santamaría recupera este texto para preguntarse por las políticas de lo sensible que aparecen a finales del siglo XVIII y que, más allá de sus manifestaciones artísticas memorables, recorren la estética moderna hasta hoy.

La comprensión romántica de la literatura como un proceso de autoexpresión a menudo es malentendida como una especie de egocentrismo sensiblero. La vida me sienta mal, en cambio, parte del reconocimiento de un descubrimiento esencial del romanticismo: la exploración de la realidad sólo es posible gracias a la potencia expresiva de nuestra subjetividad. Nuestra sensibilidad inyecta sentido en un mundo yermo que así se vuelve comprensible. El envés de este hallazgo romántico es que la experiencia artística se ve abocada a preguntarse por sus condiciones de posibilidad. La carencia de un armazón objetivo que le dé legitimidad arroja la literatura romántica a una ironía y una fragmentación que cuartea los diques de la Ilustración.

Alberto Santamaría tiene un talento arrollador para rescatar estas cuestiones del limbo académico y convertirlas en desafíos urgentes. La vida me sienta mal. Argumentos a favor del arte romántico previos a su triunfo comienza analizando la pretensión romántica de introducir en la poesía los caracteres de la prosa, es decir, alcanzar la libertad de la prosa sin desvirtuar la poesía. Esto supone una problematización del propio campo de la literatura que se puede rastrear en las reflexiones de Hegel, Schelling, Schlegel, Novalis o Chateaubriand.

La segunda sección se centra en la experiencia del viaje contrailustrado, un replanteamiento de la literatura de viajes que a finales del siglo XVIII contribuyó a alterar la figura del narrador. Entre otras cosas, Santamaría nos descubre a un apasionante Leandro Fernández de Moratín muy distinto del autor canonizado en las historias de la literatura al uso. La tercera parte analiza los intentos de armonizar paisaje natural y desarrollo técnico en la recepción del romanticismo norteamericano por parte de Hawthorne, Whitman o Emerson. La última sección cierra reflexivamente el ensayo analizando la imaginación romántica no como una vía de fuga de lo real, sino como un encuentro con las cosas que desafía la facticidad presente: “La introducción de elementos ajenos a la norma, a la racionalidad compositiva de la realidad, provoca un vuelco de la visión y a su vez puede lanzarnos a una renovada visión de esa realidad”.

La vida me sienta mal. Alberto Santamaría. Ediciones El Desvelo. Santander, 2015. 175 páginas. 17 euros.

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