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El hombre que fue jueves
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La cima del mundo

De las cincuenta mil personas que llenaron el Born, yo pertenecía a los que entramos por la cara: los organizadores abrieron las puertas porque la policía estaba cargando en la calle

Marcos Ordóñez

En noviembre del 76 yo tenía diecinueve años y fui al Born, el antiguo mercado de frutas barcelonés, entonces cerrado y ruinoso, porque una banda de locos, mayormente ácratas, llamada Asamblea de Trabajadores del Espectáculo, lo había reabierto para montar un Don Juan enorme, inimaginable, que iba a representarse durante tres días. Jordi Mesalles dirigía el primer acto, Juanjo Puigcorbé el segundo, Jordi Dodero el tercero, Damià Barbany el cuarto. Mario Gas, que en aquella época estaba fascinado por Carmelo Bene, se encargó de los tres restantes, los más furiosos, los más oníricos. Cada acto era hijo de su padre y de su madre, es decir, que seguían estéticas distintas. Nueve don juanes y quince doñas ineses encabezaban el larguísimo reparto: media asamblea.

Todo era descomunal allí. Había siete escenarios, y otras tantas plataformas, donde en los intermedios tocaban grupos del momento (recuerdo, entre muchos, a Carretera y Manta, Misterios al Descubierto, Miki Espuma, la Dharma, la Platería, Música Urbana, Blay Tritono). Y mercadillos artesanos y puestos de la CNT. No tengo recuerdos correlativos. Sé que comenzaba con una banda de espadachines batiéndose entre el público, y que el último don Juan y la última doña Inés ascendían al cielo, o sea, la cúpula del Born, bajo una lluvia de pétalos, en una grúa que debía medir diez o quince metros. Don Juan era Alicia Orozco. Doña Inés era Pau Riba. El barómetro marcaba seis grados, y afuera caía aguanieve, pero no sentíamos el frío. Íbamos de un lado a otro, con los ojos desorbitados. Fue nuestra primera macrofiesta teatral: nunca habíamos visto nada parecido. De las cincuenta mil personas que llenaron el Born, yo pertenecía a los que entramos por la cara: los organizadores abrieron las puertas porque la policía estaba cargando en la calle.

Mario Gas recuerda: “Cuando paso por el Born todavía escucho resonar la voz de Miquel Cors gritando: ‘¡El Born es nostre!’. Qué hermoso era aquel lugar, siempre vivo, siempre en movimiento. Yo vivía muy cerca, en el barrio de la Ribera, y con los compañeros cenábamos a las cuatro de la mañana en los bares de la zona. Cuando lo cerraron me dije: ‘Aquí hay que hacer teatro’, y lo hicimos. Vivíamos allí las veinticuatro horas del día. Yo llevaba un abrigo larguísimo y zapatillas de fieltro, a cuadros, porque tenía los pies destrozados. Recuerdo la víspera del estreno. Faltaba poco para amanecer. Estaba solo. Subí por la escalera de hierro que llevaba a la cúpula. Aquel silencio. Lié un porro y me lo fumé en lo alto. No tenía un duro, ninguno teníamos un duro, pero me dije ‘Hemos llegado hasta aquí, lo hemos conseguido’. La cima del mundo, sí. No he vuelto a sentir una sensación de plenitud como aquella”.

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