Los puertos de Madrid
Los caminos del mar, de la aventura, de la amistad, están trazados de antemano
Viajé a Madrid en busca del mar y los barcos, lo que ya es raro, porque viniendo de Barcelona podría parecer que iba en dirección contraria. Con el historiador Carlos Martínez Shaw nos embarcamos en la Casa de América, arponero y grumete, para hablar del Galeón de Manila. Bueno, él, que es un sabio, hablaba y yo le jaleaba, y trataba de enmarcar la peripecia de esa ruta naval entre Acapulco y Manila en el gran género de aventuras: casar a Urdaneta con Salgari, por así decirlo. Con el profesor, que se iba transformando en capitán de parao pirata, acabamos conjurando tesoros, galernas, abordajes, naufragios y motines —y a la Inquisición aguardando en puerto para poner presos a los marineros que hubieran caído en el nefando pecado—, mientras la recoleta sala llena de dorados se anegaba y el sufrido público sentía el filo de un sable en el cuello. Por el crepúsculo junto a Cibeles, teñido de la plata de Indias, singlaron al evocarlos los grandes barcos que fueron el Galeón de Manila (denominación global para los 110 que hicieron ese tráfico más de dos siglos, de 1565 a 1815, entre la Nueva España y las Filipinas); el Santa Ana, capturado por el pirata Cavendish con 12.000 pesos de oro; el Covadonga, que hizo rico a George Anson o el Santísima Trinidad y Nuestra Señora del Buen Fin (!)…
Tras recorrer algunas tabernas con el historiador por los muelles de Madrid desperté al día siguiente para embarcarme con otro capitán y amigo. Solo tuve que dar unos pasos desde Cibeles para visitar, in extremis, la estupenda exposición Hombres de la mar, barcos de leyenda que ha comisariado Arturo Pérez-Reverte en el Museo Naval y que invita a zarpar en 11 embarcaciones señeras. Me adentré por un corredor iniciático que parecía discurrir bajo el agua. Tras él aguardaban los barcos elegidos en una sala refulgente de aventura. La selección de Pérez-Reverte, sutilmente apoyada por objetos muy evocadores cuidadosamente seleccionados, ha dejado fuera como es natural muchos de nuestros barcos favoritos (no hay drakkars, ni figuran, ¡ay!, el Patna y la Perla Negra), pero nadie negará insigne titularidad a los que están. Paseé alelado por el imaginario pantalán pensando en qué rumbo tomaría. En la nave Argos, tripulada por héroes y semidioses, no me iban a hacer sitio, y tampoco estaba hecho de la madera de los valientes de la nao Victoria, la galera Marquesa (la de Cervantes en Lepanto) o el maltratado navío de 74 cañones San Juan Nepomucemo, el de Churruca. Sopesé el Pequod y el Titanic, pero no tenían buenos destinos. Qué decir del Bismarck, por no hablar de la disciplina. El Nautilus me provocó un escalofrío de claustrofobia. Me hice un selfie, pues, con un modelo de goleta con bandera pirata que evocaba la Hispaniola, poniendo cara de Jim Hawkins crecidito. Me senté en el puerto y llamé a Pérez-Reverte. “¿Qué pasa, chaval?, ¿te gusta?” Me quedaría aquí toda la vida, Arturo. Decidiendo qué barco tomar. Y sabiendo que todos los caminos, del mar, de la aventura, de la amistad, del amor y de la vida están trazados de antemano, invisibles entre las olas.
Babelia
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