El caliqueño de Barthes
En los últimos tiempos, cada vez que regreso a París, capto imágenes que me indican que el pasado no está muerto, ni siquiera es pasado, y nunca termina de pasar. Lo comprobé el miércoles, recién llegado a la ciudad. Mientras el taxi enfilaba silenciosamente el bulevar Saint-Germain, sentí que me movía dentro de una vieja película del pasado al ver a unos liceístas (lycéens) que, por el uniformado y pulcro modo de ir vestidos, me recordaron a los que paseaban por el mismo bulevar, junto al joven Barthes, en aquella foto que el escritor incluyó en el álbum de recuerdos comentados que incluía en Barthes par Barthes: “En esos días, los liceístas eran señoritos”.
¿Cuántas generaciones son necesarias para revolucionar las viejas formas? Los liceístas del bulevar Saint-Germain de hoy se comportan y visten prácticamente como sus bisabuelos. Otras cosas habrán cambiado, ésta no. Pero esta clase de inmovilismo, que en el fondo, por su matiz retrógrado, tanto puede contrariarnos, contribuye precisamente a que el pasado en París no termine nunca de pasar y el hoy maltrecho barrio de Saint-Germain, por mucho que haya sido devorado por Armani y Vuitton, conserve parte de su encanto, de su espíritu. Mal que nos pese, lo conserva gracias a esos detalles conservadores o desvaídos vínculos con el pasado, a través de los cuales podemos reconocer todavía un espacio geográfico: unas ciertas calles, por ejemplo, en torno a la plaza de Saint Sulpice; las rutas por las que Roland Barthes, fiel a sus rituales cotidianos, fue llevando a conciencia su terca vida de provinciano dentro de la gran ciudad. “Dibujo por el barrio los pequeños caminos que me llevan siempre a los mismos lugares”, dice en El teatro del lenguaje, el absorbente documental de Chantal y Thierry Thomas que para mi sorpresa estrenaron en la televisión francesa en la noche del pasado miércoles.
Recuerdo que, atrapado por el largometraje, me decía fascinado: ya nadie habla así en la televisión. Era tan raro ver cómo Barthes, apretando férreamente con sus dientes una especie de caliqueño —un Toscano Extra Vechio, lo más probable—, le decía a la cámara: “Hablamos sin saber que hablamos, sin saber nada de nuestra propia palabra”. Y algo más tarde: “Estar con quien se ama y pensar en otra cosa”.
Pensé: al igual que el vestuario de los liceístas señoritos, sus frases frente a la cámara restituyen el lenguaje de los días gloriosos y recuerdan que el pasado nunca termina de pasar.
El teatro del lenguaje, que el 6 de octubre se comercializa en Francia, es una biografía intelectual y afectiva de Barthes, un documental que intercala vida y literatura e ilumina de un modo tan genial los variados territorios barthesianos que acabamos extasiados yendo de la teoría literaria al placer del texto, del imperio de los signos a la exigencia de delicadeza, de la exigencia de amor a la pena por China, del estructuralismo al duelo profundo por la madre muerta. Ya nadie es inteligente en la televisión, pero este filme parece querer desmentirlo.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.