La agente amiga
Isabel Allende recuerda momentos de su convivencia con Carmen Balcells
La reina del mundo literario ha muerto. Carmen Balcells, magnífica, poderosa, abundante y sentimental, ya no está aquí para amparar a los cientos de autores que representaba. Fue la artífice del boom de la literatura latinoamericana, la mujer que logró cambiar para siempre los contratos draconianos que padecían los escritores, el alma de la literatura en castellano.
Hace 34 años me acogió bajo su ala, cuando yo era una desconocida en el fin del mundo, con un atado de páginas bajo el brazo. Le debo mi carrera; fue la madrina de cada palabra que he escrito. Un día de 1981 recibió por correo el manuscrito de La casa de los espíritus, que nadie había querido leer, y con un golpe de su varilla mágica logró publicarlo. La primera vez que la vi fue en su casa de Barcelona, donde organizó una cena desproporcionada para presentarme a críticos, intelectuales y amigos. Es la única ocasión en mi vida en que he visto servir caviar con cuchara de sopa, metáfora perfecta de esa Carmen exagerada, generosa y refinada. Cuando ella tomó la palabra para brindar, se cortó la electricidad y quedamos a oscuras. Sin vacilar ella lo atribuyó a los espíritus del libro, que se habían presentado a celebrar con nosotros. No era un chiste, estoy segura. Esa Carmen, que se preciaba de su sentido práctico y de ser una negociante implacable, creía en espíritus, karma, signos zodiacales y otros misterios; se sentía cómoda en el realismo mágico, tal vez por eso nos entendíamos tan bien.
Yo la llamaba madraza, porque eso fue para mí. “No soy tu madre ni tu amiga, soy tu agente”, me decía en catalán, para que no sonara tan ofensivo, mientras me mimaba con chocolates rellenos de naranja y regalos extravagantes. En el mundo de las editoriales tenía reputación de dura, pero en privado era de corazón blando y lloraba al menor pretexto. “Carmen bañada en lágrimas”, decía de ella García Márquez. Fue mi consejera y confidente, compartí con ella las penas y alegrías más grandes, duelos, amores contrariados, divorcios, triunfos y temores. “Pobrecita mía, pobrecita mía”, me decía sollozando cuando mi hija agonizaba. Llegaba al hospital de Madrid como un huracán, arrastrando una bufanda de seda, con su sopa levantamuertos, su famoso cocido salpicado de longanizas y garbanzos, en un recipiente de plástico. Así la recuerdo, como la amiga incondicional y no como la agente astuta que defendía los contratos de sus autores con un cuchillo entre los dientes.
Con la muerte de Carmen Balcells se cierra una época. Nadie podrá llenar el vacío que ella deja en el universo literario y en el corazón de quienes la conocimos y amamos. El cariño de cientos de nosotros, sus autores, acompaña ahora a su hijo Luis Miguel y a quienes trabajaban con ella en la agencia. Nos hará una tremenda falta, especialmente a mí, que sin ella me siento a la deriva.
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