La Babel de Utrecht
El festival de música holandés cierra con un concierto tan errático como el primero


El Festival de Música Antigua de Utrecht se ha cerrado con un concierto tan desangelado y errático como el primero. Nada parecía estar en su sitio: el programa estaba mal confeccionado, flautas y voces no hacían más que entorpecerse mutuamente, Gli Angeli Genève no sonó un solo momento como un grupo vocal empastado y el trasiego constante de músicos por el escenario arruinaba cualquier intento de concentración, por muy oscura que estuviese la sala. El programa, dedicado monográficamente a Thomas Tallis, incluía el responsorio de Pentecostés Loquebantur variis linguis, esto es, Hablaban diversas lenguas, que bien puede tomarse en su acepción metafórica para articular esta última crónica del festival.
Las diferentes lenguas que utilizamos los humanos para comunicarnos pueden tenerse por una bendición, o por una condena. En su origen bíblico, los apóstoles reciben como un don divino la capacidad de expresarse en diversos idiomas para difundir su mensaje y hacerse entender. Pero en el concierto de Gli Angeli Genève no se entendía nada, aunque cantaran a cuatro voces. Pocas horas antes, por la mañana, sin embargo, Lionel Meunier dirigía en la misma sala Spem in alium, también de Tallis, el colosal motete a cuarenta voces en el que, paradójicamente, todo parecía cristalino, preciso y diáfano. Fue la simbólica consagración de Vox Luminis en esta edición, cuyo cuarto concierto el viernes fue otro pequeño prodigio. Cantaron también con flautas –el fabuloso grupo belga Mezzaluna–, pero tuvieron la muy sensata idea de alternarse para que no pasara lo que sucedió justamente en el concierto de clausura: un totum revolutum de afinación, dispersión y emborronamiento textual. Todo fue excelente, pero lo más excepcional fueron As Vesta was, de Thomas Weelkes, y Susanna fair, de William Byrd, cantada a solo por Zsuzsi Tóth, la mejor soprano surgida en los últimos años en el mundo de la música antigua.
Al día siguiente, en cambio, tocó de nuevo confusión lingüística con la patochada perpetrada por Christina Pluhar, que ha hecho de la caprichosa contravención de la ortodoxia la razón de su éxito. Esta vez la víctima ha sido nada menos que Dido and Aeneas de Henry Purcell, ópera irreconocible en manos de L’Arpeggiata y el sobrevalorado grupo británico Voces8. Con un prólogo inventado, la interpolación de músicas ajenas que no venían a cuento (la ubicua Ciaccona de Maurizio Cazzati), las armonías y dejos jazzísticos que a estas alturas ya suenan a truco viejo y desgastado, el empleo de instrumentos anacrónicos (por delante, una moderna melódica tocando a ritmo de swing, o por detrás, la arcaica y sempiterna corneta de Doron Sherwin), la guinda fue la Dido afectadísima y cursimente lacrimógena de Mariana Flores. Por no hablar de la hechicera vestida de moderna puta, el travesti descarado y con ínfulas exhibicionistas o las brujas disfrazadas de vampiras. Una Babel pretenciosa y aberrante coronada, eso sí, con un éxito monumental, inversamente proporcional a la calidad del horror visto y escuchado.
Por fortuna, Vox Luminis no se quedó solo en la defensa de la pluralidad lingüística entendida como riqueza. El Ensemble La Morra interpretó música inglesa del siglo XV con el mismo grado de sutileza y respeto con que ofreció aquí música de Ciconia hace dos años y rozó el mismo cielo que alcanzó el día anterior Paul O'Dette, el veterano laudista estadounidense que ha conseguido ese imposible logrado por muy pocos instrumentistas: la identificación total y absoluta con un compositor. Le sucedió a Gustav Leonhardt, que logró devenir en Johann Sebastian Bach desde antes incluso de que Jean-Marie Straub y Danièle Huillet le pidieran encarnar al músico alemán en su película. O a Scott Ross, que acabó fundiéndose y confundiéndose con Domenico Scarlatti. El siempre sonriente O'Dette es, hoy, John Dowland, que se autorretrató como semper dolens y a quien dedicó un recital monográfico en el que lo más difícil parecía fácil. Pequeño, con aspecto de monje bondadoso, su abundante barba –ya blanca– ha acabado amoldándose a la curvatura de su laúd a fuer de apoyarla en él mientras toca. La transparencia polifónica, el dibujo de las frases, la estructura de cada pieza, la calidad del sonido: todo fue un pequeño milagro, aunque su Farewell, que dedicó al fallecido Christopher Hogwood, atravesó a todos como un escalofrío.
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