La Mostra rinde homenaje a Bertrand Tavernier
El director francés recibe hoy un León de Oro a toda su trayectoria
La Mostra de Venecia entregará esta tarde un León de Oro honorífico al director francés Bertrand Tavernier (Lyon, 1941). El festival homenajea así al responsable de un cine social y comprometido, lírico pero pegado a la realidad, que alcanzó sus cotas más altas hace ya más de dos décadas. Desde entonces, el director de películas como La vida y nada más, La muerte en directo u Hoy empieza todo ha cotizado a la baja dentro del cine de autor francés, donde a menudo se le ha tildado de cineasta demasiado academicista, cuando no pasado de moda.
Con este galardón, Venecia aspira a invertir esa tendencia gradual al arrinconamiento, y a la vez demuestra que puede que Tavernier sea más profeta en el extranjero que en su propia tierra, donde ha ocupado “una posición especial, que no ha sido ni central ni mainstream”, como ha dicho el director de la Mostra, Alberto Barbera. “Paso tanto tiempo haciendo películas que no tengo tiempo de pensar en la posición que ocupo dentro del cine francés. Y la verdad es que me da un poco igual”, ha declarado Tavernier durante una rueda de prensa previa a la entrega del premio. “No puedo negar que la primera gran recompensa que recibo procede del extranjero, pero tampoco diría que Francia me ha tratado mal. Por ejemplo, he ganado cuatro César. Conozco a cineastas a los que se aprecia todavía menos”, ha ironizado el cineasta. “Lo que cuenta es que siempre he rodado las películas que quería hacer y que lo he hecho con total libertad. De algunas me siento muy orgulloso. Cuando a los 13 años me dije que quería ser director de cine, nunca imaginé que tendría una vida tan extraordinaria”.
Apasionado por Dumas, Hugo y Zola, amante del jazz estadounidense y la buena gastronomía, el director formó parte de una generación que sucedió a la Nouvelle Vague y se esforzó en restablecer la narración después de años de ruptura con la tradición realista, pero irradiándola de fenómenos de la sociedad contemporánea, como las consecuencias del colonialismo, la pena de muerte o la situación de los más desfavorecidos. Se le colgó entonces la etiqueta de cine social. “Nunca he trabajado a partir de problemáticas sociales, sino de personajes. Una situación social nunca puede ser nunca el tema de una película. Por ejemplo, en La vida y nada más, no me interesaba hablar de la posguerra en sí, sino de esa mujer que busca desesperadamente a su marido, un soldado desaparecido”, ha aclarado hoy.
Tavernier ha dicho seguir de cerca el último cine francés y ha destacado películas recientes como Dheepan, de Jacques Audiard, o La loi du marché, de Stéphane Brizé, ambas premiadas en Cannes, además de títulos como Marguerite o L’hermine, que se proyectan en esta Mostra y forman parte de las cintas mejor puntuadas por la crítica en la carrera por el León de Oro. La estrella de L’hermine, el actor Fabrice Luchini –con quien empezó a rodar en los noventa un proyecto abortado sobre el Partido Socialista francés– afirmó ayer en Venecia que “Francia está terminada”. “Cuando veo al actual Gobierno, tengo la misma sensación. A nivel de las élites, todo lo que sucede es terrible”, ha comentado Tavernier. “Pero no es el caso del pueblo francés, de esa gente humilde de provincias que cree en el trabajo y la generosidad, que ayuda a los que no tienen nada y crea centros de acogida para inmigrantes. Esa Francia popular que no ha sido atrapada por el Frente Nacional también existe, aunque los medios no hablen de ella. Esa es la Francia que me gusta”, ha añadido.
Su carrera arrancó en su Lyon natal, al que sigue muy vinculado como presidente del Instituto Lumière, la filmoteca-museo de la ciudad de los hermanos que inventaron el cine. “Soy provinciano y estoy contento de serlo. No me siento parisino. He heredado los defectos y virtudes de mi ciudad, ese gusto por las sombras y los secretos. Un escritor lionés decía que era la ciudad de los sentimientos secretos y los amores fieles”, afirmó. Los apartamentos oscuros de techos altos que pueblan su filmografía son iguales que los de su infancia, tal como esos ríos omnipresentes en sus películas, que remiten al Ródano junto al que creció. “Es una ciudad burguesa pero muy curiosa. Los comerciantes lioneses viajaron a China antes que Marco Polo. En ella encuentro una mezcla de conservadurismo y exploración que siempre me ha fascinado”.
Cuando anunció a sus padres que quería ser cineasta, decidieron echarle de casa. Su progenitor, el poeta René Tavernier, figura de la resistencia y seguidor del general De Gaulle, hubiera preferido que se dedicara al Derecho. “Melville y Sautet me salvaron. Fueron a ver a mis padres para convencerles de que no servía de nada oponerse, porque nunca me podrían frenar”, ha relatado. Su carrera arrancó cuando Philippe Noiret, quien acababa de rodar con Malle, Franju, Ferreri e incluso Hitchcock, se comprometió a protagonizar su primer guion, El relojero de Saint Paul (1974), cuando Tavernier solo sumaba 29 años. Tardaron tres más en encontrar financiación –“me decían que el guion pesaba demasiado”, ha recordado hoy–, pero Noiret no le abandonó, pese al desacuerdo de su agente. “Cuando le pregunté por qué no se había echado atrás, me respondió: ‘Porque te había dado mi palabra’”.
Personaje indignado antes que estuviera de moda estarlo, Tavernier ha defendido causas como la excepción cultural y los derechos de autor. El cineasta ha tomado partido por los sin papeles o los descendientes de inmigrantes de las banlieues francesas, poniéndose siempre del lado del más débil, igual que tantos otros niños humillados por “el sadismo de los profesores de gimnasia”, como reconoció una vez. En una biografía aparecida en 2001, Tavernier explicaba haber seguido siempre un consejo de Samuel Fuller, que decía que las películas “debían surgir de los enfados”. Y otro de D.W. Griffith, puede que aún más importante: “Una cámara puede cambiar la realidad”.
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