Abuelo del horror, a su pesar
La carrera de Wes Craven, fallecido ayer a los 76 años por un cáncer cerebral, fue la de un enamorado del séptimo arte
Cuesta imaginar que a Wes Craven (Cleveland, 1939 - Los Ángeles, 2015), fallecido este domingo, no le dejaran ver películas de niño. Pero así fue. La infancia que recuerda Craven estaba atada por las cadenas del fundamentalismo bautista, el que sumerge por completo en el agua al joven creyente. No entró en una sala de cine hasta la universidad. Pero ese segundo bautismo lo marcó para siempre.
Lo primero que dirigió Craven fue un spoof de 45 minutos de Misión Imposible. No fue iniciativa suya, sino de sus alumnos. Craven enseñaba Filosofía en la Universidad Johns Hopkins, en Baltimore, Maryland. "Me dijeron, sabemos que tienes una cámara. ¿Te gustaría ser consejero en una película que queremos hacer? Puedes rodarla", recordaba Craven en una entrevista concedida a la guionista y escritora Randy Lofficier. Fue el principio de todo. Tirando de pegamento para empatar los fotogramas y de proyector escolar, metiendo a media universidad y a gente relevante en la ciudad, Craven estrenó en la universidad su primer balbuceo en celuloide. Resultado, en la primera noche habían recuperado el dinero de la película.
Y el hechizo no solo funcionó en su universidad. "Lo proyectamos en otra facultad, que estaba a unos 30 kilómetros, y fue un llenazo. Hicimos mucho dinero y nos lo gastamos en una gran fiesta con el equipo de rodaje. Fue ahí cuando me picó el bicho", recuerda en la misma entrevista. El bicho lo llevó a dejar la enseñanza, empacar y marcharse a Nueva York a perseguir a la musa del cine.
Craven comenzó a sonar con una película suicida, de guerrilla y con los 30 ya cumplidos. La última casa a la izquierda cuenta una historia sencilla y salvaje. Mari y Phillys quieren ir a un concierto, tomar droga, pasárselo bien y quien sabe si cazar a algún apuesto joven. Acabarán viviendo una pesadilla, atrapadas por un auténtico grupo salvaje de psicópatas sin la menor moral. El año era 1972, tres años después de que la masacre en el 10050 de Cielo Drive perpetrada por la familia Manson estremeciera a América. Los críticos se cebaron. Pero Roger Ebert, a pesar de los ataques de sus colegas, le dio tres estrellas y media sobre cuatro. El crítico más poderoso de Estados Unidos lo dejaba claro: "Es cuatro veces mejor de lo que podrías esperarte. Hay maldad en esta película". Y dinero. Costó 70.000 dólares y recaudó más de tres millones, primer guiño de la dama fortuna a Craven que jamás dejó de coquetear con él.
Era el primer toque de corneta de los enfants terribles del horror. Dos años después, Tobe Hopper estremecía al mundo con La matanza de Texas. En el 78, John Carpenter nos hacía temer, para siempre, lo que puede traer el halloween consigo. Y en todos los casos la tendencia se repetía. Descreimiento de la América de postal. Mirada sobre la América olvidada y sus terribles secretos. Y cinéfilos, gafapastas que diríamos hoy, con actitud y aspecto progre tras las cámaras, gente que sería más fácil entender emulando a Bergman que narrando relatos terribles de canibalismo y violaciones. "Estaba intentando escribir historias muy artísticas y poéticas. Vivía con cuatro duros en Nueva York. Y de pronto me llega la oportunidad de dirigir algo que jamás me hubiera permitido crear. Y como me sentía anónimo en esa ciudad y creía que nadie la vería, me volví loco. Y entonces me hice famoso por hacer ese tipo de películas. Es irónico", apuntaba el cineasta a Lofficier.
Scream, Las colinas tienen ojos, Shocker, 10.000 voltios de terror la extraña y magnífica La serpiente y el arcoíris... Hay mucho que apuntar en la página de Wes Craven. Pero nada como Freddy Krueger, ese amo de los sueños que te mata mientras duermes, esa encarnación de las pesadillas en la que Johnny Depp se dio a conocer al mundo como carnaza adolescente. La idea le vino a Craven de leer un artículo muy inquietante en Los Ángeles Times, sobre cómo un gupo de refugiados camboyanos que huían del holocausto de Pol Pot morían por renunciar al sueño. La razón, terribles pesadillas que no querían revivir, aunque eso les causara la muerte. De ahí a crear a ese icónico asesino de cara quemada, trasfondo pedófilo y cuchillas por dedos. La encarnación de esa definición que Craven dio sobre el peor de nuestros miedos: "El horror más profundo, por lo que yo sé, es qué le pasa a tu cuerpo por tus propias manos o por las de otros".
"Las películas de terror no crean el miedo, lo liberan". "Creo que es bueno plantar cara al enemigo. Y el enemigo es el miedo". "Ver películas de miedo es el campamento militar de la psique". Se le daba bien a Craven hablar sobre horrores, casi tan bien como crearlos. Sin embargo, en 1984, justo el año en que firmó su obra maestra Pesadilla en Elm Street, afirmó: "Sé en mi corazón que estoy preparado para algo nuevo. Estoy harto de ser el abuelo del género slasher". Tres décadas después, lo sigue siendo, porque el cambio radical de timón a su carrera nunca llegó. Craven murió el domingo a los 76 años por un cáncer cerebral. Pero sus monstruos, fantasmas del siglo XX, pesadillas de la caverna, le sobreviven.
Babelia
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