La mar salada
Un paseo por la ciudad que en época de caballerías tenía 33.000 habitantes y era “patria de valientes”. Don Quijote y Sancho vivieron su bautismo bélico en su puerto
Por la carretera nacional, que a partir de un punto ya es autovía, y no por “caminos desusados, atajos y sendas encubiertas” como hicieran don Quijote y Sancho guiados por Roque Ginart y sus hombres, viajo (también de noche como ellos, pero en coche, que es más cómodo) de Igualada a Barcelona, adonde llego ya cercana la media noche. Por el camino he venido imaginando, al contraluz de las luces que aparecían y desaparecían a los dos lados de la carretera (Esparreguera, Martorell, Molins de Rei, Sant Feliú de Llobregat…), lo que los dos manchegos irían pensando mientras cruzaban en la oscuridad completa estas intrincadas sierras que entonces estarían llenas de peligros y, finalmente, al llegar a la playa de Barcelona, donde los dejaron éstos y donde los sorprendió “la faz de la blanca aurora” la víspera del día de San Juan.
“Tendieron don Quijote y Sancho” —sigue escribiendo Cervantes— “la vista por todas partes: vieron el mar, hasta entonces de ellos no visto; parecióles espaciosísimo y largo, harto más que las lagunas de Ruidera, que en la Mancha habían visto; vieron las galeras que estaban en la playa, las cuales, abatiendo las tiendas, se descubrieron llenas de flámulas y gallardetes, que tremolaban al viento y besaban y barrían el agua…”. Barcelona tenía entonces 33.000 habitantes, pero para la época era una gran ciudad, la primera de ese tamaño que don Quijote y Sancho veían y la única que aparece en El Quijote, acompañada, por cierto, de los mayores elogios: “Barcelona, archivo de la cortesía, albergue de los extranjeros, hospital de los pobres, patria de los valientes, vengança de los ofendidos y correspondencia grata de las firmes amistades, y en sitio y belleza única”. Una demostración más de la admiración que Cervantes profesó siempre a la capital catalana, puesto que parecidos elogios los había escrito ya en su novela ejemplar Las dos doncellas: “Flor de las bellas ciudades del mundo, honra de España, temor y espanto de los circunvecinos y apartados enemigos, regalo y delicia de sus moradores…”.
Muchos ignoran los elogios del autor de ‘El Quijote’ a Barcelona
Pero, para mi sorpresa, éstos, como los de las ciudades y pueblos de Cataluña por los que he pasado, ignoran mayoritariamente no sólo los elogios que Cervantes hizo de su ciudad, sino su propia presencia en ella, así como las de sus dos más famosos personajes. De hecho, la huella de uno y otros en Barcelona se limita ya, a pesar de haber situado en ella el escritor cinco capítulos de la novela (del LXI al LXV de su segunda parte) y de haber dado por concluidas las aventuras de don Quijote frente a sus murallas, a una casa junto al puerto conocida como de Cervantes por querer la tradición que éste se alojó en ella en sus estancias en Barcelona y, no muy lejos de allí, en el número 14 del Carrer del Call, el antiguo barrio judío a espaldas de la catedral, el local que ocupó la imprenta que visitó don Quijote y que ahora acoge una tienda de bisutería llamada Dulcinea pese a que los chinos que la regentan no sepan el porqué del nombre. Menos mal que un panel de azulejos lo recuerda: “Esta casa albergó de 1591 a 1670 la oficina tipográfica Cormellas”, como en el interior del portal de la llamada casa de Cervantes otra placa reproduce el archiconocido comienzo de la novela. Fuera de ello, sólo la Sala Cervantina, en la Biblioteca Nacional de Catalunya, con su espléndida colección de Quijotes, y el famoso Cristo de Lepanto, que, según la leyenda, acompañó a las naves de Juan de Austria en la batalla contra los turcos en la que Cervantes perdió una mano y que se venera en la catedral, recuerdan más al autor de don Quijote que a éste en una ciudad en la que, sin embargo, el famoso hidalgo manchego vivió sus últimas aventuras. Toda la gente a la que pregunto, tanto barceloneses como turistas, que son millares, lo ignoraban por completo.
Y, sin embargo, ahí sigue el puerto de Barcelona donde don Quijote y Sancho vivieron su bautismo bélico cuando, viajando en una galera como ahora hacen muchos turistas en golondrinas, se vieron metidos en una refriega con un bergantín turco cuya presencia avisaron con cañonazos desde el castillo de Montjuïc y ahí siguen las viejas calles de una ciudad que, en su parte antigua, tampoco ha cambiado tanto desde que aquellos la recorrieran, como Montcada, donde algunos cervantistas sitúan el palacete de Antonio Moreno, en el que don Quijote y Sancho se alojaron gracias a la recomendación de Roque Ginart, que era amigo de él, o Ample, la mayor de la ciudad en aquella época (medía seis metros de ancho) y por la que, según algunos, sacaron de paseo a don Quijote subido en “un macho de paso llano y muy bien aderezado” y llevando a la espalda sin él saberlo un pergamino cosido al balandrán de paño con que le habían vestido —“que pudiera hacer sudar al mesmo yelo”— la leyenda Este es don Quijote de la Mancha, para que todos se rieran de él.
La casa de Cervantes
En el número 2 del paseo de Colón de Barcelona, enfrente del puerto viejo, hay una casa de cinco plantas, de estilo gótico y ventanas historiadas, que los barceloneses conocen popularmente como la casa de Cervantes por creer que en ella se alojó el autor de El Quijote en sus estancias en la ciudad.
Incluso hay quien cree a pie juntillas y así lo sostiene que la cabeza en relieve labrada en una ventana es la del escritor, algo imposible por anacrónico, pues el relieve y el edificio son anteriores a la hipotética estancia de aquél en Barcelona.
De ser, en efecto, la casa en que Cervantes se alojó (como dice Martín de Riquer, las tradiciones a veces reposan sobre hechos ciertos), bien podría haberse inspirado en la del Antonio Moreno, amigo del bandolero Roque Guinart, en la que se alojaron don Quijote y Sancho y en la que, como en el palacio de los duques, también les gastaron bromas y les sometieron a chanzas de todo tipo, abusando de su credulidad.
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