Vivir entre extraños
En mi infancia era muy raro que un desconocido durmiera en casa. Alguna vez llegó un pariente lejano de visita en la ciudad; otra, una amiga de mis padres en vías de separación. Compartir piso era algo inusual. Fue en Montreal, durante un intercambio universitario, que descubrí el mundo de los roomates. En el barrio del Mild End, que en esa época no era ni trendy ni hipster sino un vecindario habitado mayoritariamente por judíos ortodoxos, compartí tres apartamentos: el primero, con una chica uruguaya y su gato; el segundo, con una cineasta argentina; el último, con un amigo francés. Nunca acepté más de dos compañeros de casa al mismo tiempo, en cambio conocí a gente que compartía galerones con otros nueve, lo cual ya constituía una especie de congregación no precisamente religiosa… Cuando hay entendimiento, tener un compañero de casa es el perfecto punto medio entre la vida en pareja y la soledad, pero esto no es tan frecuente.
Ahora convivir con absolutos desconocidos es algo cotidiano. No sé si gracias a Internet o, por culpa de este, los hábitos domésticos han cambiado radicalmente. Todo un mercado informal emergió con airbnb.com, donde la gente alquila su apartamento o sus habitaciones a turistas. Conozco familias que dejan su casa en estampida en cuanto aparece alguien dispuesto a pagar la suma desorbitada que pusieron en línea. Basta con meter lo indispensable en una maleta, llevar a los niños con la abuela y esperar que la presa tenga buen comportamiento, que no estropee la bañera o destroce la vajilla. Otra de esas costumbres recientes es el coach surfing, una comunidad cibernética dispuesta a dar acogida a cualquier viajero que desee pernoctar en el sofá del salón sin pagar un centavo. La duración de la estancia no está determinada. En principio se trata de un par de días, pero hay quienes se instalan durante meses sin que el anfitrión los eche de su casa. Son muy raras las leyes de la simbiosis. Yo no descartaría pasar un invierno metida en un sofá si está junto a una chimenea y rodeado de una buena biblioteca, pero ¿acompañada de quién? No deja de sorprenderme el espíritu aventurero de esta época. En mi niñez, no había secuestros ni atentados terroristas, y sin embargo, la gente tenía reservas antes de permitir que cualquier hijo de vecino entrara a su casa. Hoy en cambio le abrimos la puerta a cualquiera.
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