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‘Las impurezas’ (5): ‘La unión’

Natxo López, guionista de series como '7 vidas' e 'Hispania' continúa su relato de verano. En esta entrega, la pareja tiene hijos y envejece

Ilustración Luis Tinoco.
Ilustración Luis Tinoco.

Los hijos no sirvieron para que aprendieran a quererse, pero sí para que no que se odiaran más. Les dio un objetivo, algo por lo que luchar juntos. Les salieron niños tristes, hasta que llegaron a la edad de ponerse enfadados. Sus padres les toleraban los malos comportamientos con la única exigencia de que no afectaran públicamente al nombre de la familia.

Tanto a Él como a Ella los años les sentaron bien. Seguían sin ser agraciados, pero la madurez y la obstinada costumbre de las apariencias les habían brindado cierta prestancia, una acritud en la mirada que resultaba desafiante y, en cierto modo, seductora.

Su matrimonio se había solidificado, compensando la falta de afecto con ambiciones y quejas simultáneas. Estaban solos. Los suegros ya no ayudaban ni pedían. Los antiguos amigos los habían olvidado. Seguían siendo los restos de la fiesta a los que nadie prestaba atención, los don nadie cuya mayor habilidad social era la de no resultar molestos.

Descubrieron un entusiasmo común en la comparación constante con otras parejas y el recuento minucioso de las injusticias que padecían. "Esos ganan más que nosotros". "Aquellos se han comprado un piso más céntrico". "Los de más allá tienen hijos más sanos". El resquemor compartido era tan intenso que casi parecía amor, y se aferraron a él con todas sus fuerzas.

Empezaron a hacer planes. Al principio era solo Ella; luego Él se aficionó y la sobrepasaba en su ambición. Cómo podríamos descabezar a este, cómo hundir a aquel, cómo quedarse con todo lo de los demás. Eran éxitos inverosímiles, ilusiones simultáneas que nunca llegaban, pero que les ayudaban a hacer más soportable el presente.

Ella le frenaba. Tras su patinazo en el Partido, Él había asumido la derrota manteniendo ocultos sus anhelos al resto de compañeros. Ella le instruía: “No llames la atención, no te postules, no molestes, no seas nadie”. Aquella era la única estrategia a la que podían aspirar.

Él no sabía que Ella seguía viéndose con Moncho en el hotel discreto, donde le despeinaba el flequillo dos o tres veces al mes. El cazador, padre ya de cazadores, había ascendido hábilmente en el Partido, y en aquellos encuentros le confiaba a la amante sus secretas alianzas y conjuras. “Pronto seré presidente”, le espetaba. Ella aplaudía su hombría mientras se abría la blusa. A cambio, Moncho mantenía al marido cerca de la órbita de poder.

Él no podría explicar cómo pasó, pero eso no mitigó su alegría. Recibió una llamada de Moncho. De un día para otro pudo despedirse del trabajo en la Caja, los menudeos sociales de provincias, el desprecio de los suegros. Ahora sería un hombre respetado, miembro de la Ejecutiva Nacional, coche del partido, chófer, un séquito de aduladores y un piso mucho más céntrico y más reformado.

Y Madrid.

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