Buenos Aires y el reto al cubo blanco
Un viejo hotel de inmigrantes y una antigua oficina de correos reconvertidos en espacios de arte en la capital argentina, reivindican la idiosincrasia de las salas
¿Cuándo se alisaron las paredes y se pintaron de blanco impoluto? ¿Cuándo se decidió acabar con el amontonamiento de los viejos museos y dejar que las obras “respiraran”, pasando de la antigua sala abarrotada de los Prerrafaelitas de la Tate Britain a los espacios —a menudo— nítidos de la Tate Modern? ¿En qué momento y por qué razón el espacio expositivo pasó a ser algo muy parecido a un templo donde las emociones se homogenizaban tras la treta del espacio neutro?
Estas preguntas, esenciales para comprender la museología actual, se las formulaba a través de su codificación del concepto “cubo blanco” el artista y crítico irlandés Brian O’Doherty en una serie de artículos publicados entre 1976 y 1981 en la prestigiosa revista Artforum. Los textos, que en 1986 se convertirían en el libro Dentro del cubo blanco, trataban de desentrañar esas estrategias higiénicas que el museo como institución propone hoy con las obras, a menudo desactivadas y desplazadas en sus significados, y desvelaba las relaciones perversas y complejas que los espacios expositivos mantienen con la economía y el control sobre la realidad social. De hecho, ese espacio que lucha por presentarse como neutro es, en el fondo, todo menos neutro: acaba por resultar un lugar de control infinito para la mirada y lo que dicha mirada implica. Resignifica las obras en su propuesta de dejarlas flotando, desprovistas de referentes. Se trata del gran debate de la museología contemporánea, la que tras homologar los espacios y quizás hastiada de tanta imparcialidad, se planteaba el concepto opuesto, el site specific —crear un tipo de obra que se adaptara a un lugar dado—.
¿No es mejor dejar que el espacio complejo y fracturado respire como parte del relato?
Y es que las obras no sólo cambian de significado al lado de otras obras, sino que se transforman dependiendo de la idiosincrasia de las salas donde se muestren. Basta recordar el Nueva York de la década de 1980 en pleno el auge del cubo blanco, los espacios galerísticos inmensos —como la mítica Mary Boone— y la moda de vivir en loft entre los coleccionistas. El resultado fueron los cuadros inmensos del Neoexpresionismo, un fenómeno parecido al auge de los bodegones y la pintura de género en el XIX —una transformación de gustos debida al ascenso de la burguesía—.
Quizás por este deseo de control cada vez que se aborda el acondicionamiento de un espacio complejo, de funciones muy apartadas de las de una sala de exposición o un museo, se realizan todo tipo de esfuerzos para convertirlo en un cubo blanco, higiénico y convencional, un lugar aséptico donde las piezas “respiren” cómodas. Sin embargo, ¿no es mejor dejar que el espacio complejo y fracturado respire como parte del relato? ¿No es más excitante enfrentarse con un espacio imposible de domesticar, tal y como ocurre, por ejemplo, con el Canal de Isabel II en Madrid? Sobre todo, ¿por qué recuperar como salas de exposición espacios intrigantes si se reforman para hacer que las huellas del pasado se evaporen?
Algunas respuestas a estas preguntas se plantean frente a dos espacios en Buenos Aires, que de alguna manera podrían convertirse en un lugar de reflexión sobre las recuperaciones de edificios míticos y en modo en que deben acondicionarse —o no— con el fin de convertirse en centros de exposición. El primero es el recién inaugurado Centro Kirchner, el antiguo edificio de correos central, y el segundo el Hotel de Inmigrantes, lugar donde recalaban las personas que llegaban a la ciudad desde Europa. Ahora, además de conservar los archivos, el edificio cumple con una doble misión de Museo de la Inmigración y centro cultural dependiente de la Universidad Tres de Febrero. Se trata en ambos casos de espacios poderosísimos y en ambos casos el espectador se enfrenta con una propuesta expositiva que no es el “cubo blanco”, pero tampoco es site specific.
En el caso del Centro Kirchner, un espacio ambivalente de más de 100.000 metros cuadrados, con varias salas de música; literalmente decenas de salas de exposición; y múltiples espacios polivalentes para actividades siempre gratuitas, se está presentando la exposición de la artista francesa Sophie Calle. La muestra ocupa algunos de los despachos del antiguo edificio de correos —primorosamente rehabilitados, con una precisión de detalles fascinante en sus muebles, molduras, tiradores…— con ventanas altas, desde las cuales se atisba un paisaje urbano que compite con la exposición. Hay salas con fotos, con videos, con escritos… en esta muestra donde la obra de Sophie Calle se presenta inédita —la artista comentaba en una entrevista lo extraño que había sido montar una exposición tan grande sin colocar un clavo—.
Las piezas se van recolocando en los espacios “naturales” del edificio, casi mesas y estanterías sobre las cuales reposan, obligando a reflexionar sobre el tema que se discutía: ¿debe un espacio ser neutral para mostrar un tipo de obra muy conocida o puede esa obra brillar en medio un espacio alejado del cubo blanco? De hecho, no se trata de un site specific : la obra presentada es la muy conocida Cuídese mucho , que surge tras una ruptura amorosa sobre la cual la artista pide reflexionar a un centenar de mujeres, en la versión de Buenos Aires sustituidas por hombres. Pero no es el cambio más trascendental: expuesta en ese espacio contaminado, todo menos neutro, sin clavos, la obra de Calle adquiere una dimensión inusitada, más íntima quizás, diferente.
Las piezas se van recolocando en los espacios “naturales” del edificio, casi mesas y estanterías sobre las cuales reposan
Algo semejante ocurre con la actual exposición de Vik Muniz en el Hotel de Inmigrantes, cuyo espacio es uno de los más bellos y fantasmales —un espacio hecho de sensaciones— que se pueda imaginar con sus largos pasillos, las escaleras, los ventanales, las pilas corridas donde los habitantes debían realizar el aseo… La muestra es, en efecto, una retrospectiva donde se presentan obras conocidas del artista brasileño y, aunque de pronto algunos trabajos irrumpen entre las sombras del recorrido, en su mayoría se han colgado de la manera consensuada en los museos. Nada que ver con la propuesta site specific que hizo para el espacio Boltanski hace unos años —poblar el Hotel con los fantasmas de quienes lo habitaron—, ni con el planteamiento de la reciente muestra de Graciela Saco, cuyos ojos pintados mirando desde las escaleras acompañan los pasos del visitante —otro resto de la memoria—.
Y pese a ser la de Muniz una retrospectiva al uso en unas salas reminiscentes del “cubo blanco”, el espacio es tan potente, tan contaminado de partida, tan único, que cada pieza se resignifica y se poluciona y es otra, en la medida que la fuerza del contenedor se sobreimpresiona en los ojos y obliga a mirar de una manera diferente, como en el caso de Sophie Calle. No sólo. Obras como el Archivo de Weimar —publicado por Ivorypress en 2013 en forma de libro de artista— adquieren ese sentido de lo sospechoso que tanto fascina al autor. Luego, al salir, un ordenador espera para comprobar si alguien de nuestra familia ha pasado por el Hotel —parte de las estrategias del museo—. Nuestra vida se convierte de pronto en sepia y el espacio imponente envuelve al visitante que reniega del cubo blanco y siente una enorme nostalgia hacia los espacios contaminados, esos que la nueva museología trata de borrar en los edificios potentes.•
Cuídese mucho (Prenez soin de bous). Sophie Calle. Centro Cultural Kirchner, Buenso Aires. Hasta el 23 de agosto.
Vik Muniz. Retrospectiva. MUntref. Centro de arte Contemporaneo Sede Hotel de Inmigrantes, Buenos Aires. Hasta el 14 de spetiembre.
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