‘Una carta desde Potsdam’ (2): ‘Potsdam terminará muy sucia’
Virginia Yagüe, guionista de series como 'La Señora', continúa su relato
Potsdam terminará muy sucia – dijo Davoud mientras las bengalas dejaban completamente iluminada la ciudad y Gerda trataba de controlar el miedo que la embargaba. Las sirenas avisaban del inminente bombardeo.
La lluvia de bombas duró veinte minutos de angustia durante los cuales la casa no dejó de temblar. Los cristales tintineaban y las ventanas, puertas y el mismo techo volaron por los aires. Aterrados, los niños lloriqueaban bajo los abrigos que Gerda les había echado encima para protegerlos. Ella trataba de calmarlos al tiempo que luchaba contra el terror que se había quedado dolorosamente trabado en su estómago acompañando el estruendo, la respiración agitada y la terrible consciencia de que toda su familia podía morir en aquel instante. Miró al más pequeño de sus hijos y pidió a Dios que le dejara vivo un poco más, lo suficiente como para saber lo que era disfrutar de las puestas de sol, del íntimo placer que producía la música o la tibieza del primer beso de enamorado.
Gerda recordaba con nitidez el desconcierto que le produjo el silencio tras las bombas. Aguardó junto a Davoud media hora antes de decidirse a salir de la casa y quedó conmocionada al ver los jardines y casas destrozados. El impacto duró hasta la llegada del señor Nikserescht, un amigo con un terreno a las afueras, que les aconsejó que salieran de allí lo más rápido que pudieran ante la amenaza de nuevos e inminentes bombardeos. La urgencia por empaquetar lo más necesario, primordialmente alimentos y ropa, lo ocupó todo durante un par de horas. Al principio estaba atenazada por el miedo pero luego se exigió a si misma pensar con rapidez. Tuvo la idea de cortar una cuna y, con la ayuda de Davoud, convertirla en un improvisado remolque para transportar la ropa de cama que serviría de abrigo. Después atravesaron el oscuro bosque mientras las sirenas volvían a sonar.
Se giró y vio cómo Potsdam ardía. Pensó que con aquellas llamas se perdía para siempre el luminoso recuerdo de su pasado, todos aquellos momentos en los que había disfrutado de una familia acomodada y buenos contactos, profundamente enamorada de su marido, ese elegante persa destacado alumno de su padre, con el que se había casado antes de que él se convirtiera en un ferviente seguidor de Hitler. Jamás le gustó aquel mostacho aunque tampoco le había dado mayor importancia. Davoud disfrutaba de las tradiciones, de Lessing, Goethe y de Schiller con la misma naturalidad con la que comenzó a dar gritos de júbilo ante el Führer y tener una actividad intensa y desconocida, más allá de sus clases en la universidad. A ella nunca le había interesado demasiado la política y jamás había pensado que aquel camino terminaría de aquella manera. Tomó contacto, en aquel preciso instante, con el final de aquel tiempo que ella había creído feliz y que no iba a regresar. Sabía que la ciudad jamás se recuperaría de aquello y que ella ya no volvería a ser la misma. Aquella certeza le provocó miedo, vacío y una profunda punzada en la boca del estómago. El bombardeo estaba a punto de comenzar de nuevo y no permitió que ninguno de los suyos viera que tenía los ojos llenos de lágrimas.
Levantó los ojos de la carta que escribía y se dio cuenta de que otra vez, como aquella noche frente a aquella Potsdam asediada, estaba llorando.
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