Él solo contra el mundo
Richard Nixon, que aspiró siempre a convertirse en un gran personaje histórico, va convirtiéndose sobre todo en un sombrío personaje de la ficción
Richard Nixon, que aspiró siempre a convertirse en un gran personaje histórico, va convirtiéndose sobre todo en un sombrío personaje de la ficción. En una película no tan detestable como otras de Oliver Stone lo interpreta Anthony Hopkins, con una mezcla de semejanza y de inverosimilitud que tiene por momentos resultados monstruosos. Nixon y su leyenda y su máscara dominan con gran poderío escénico una ópera de John Adams, Nixon in China, que probablemente es su obra maestra, y que contribuye a apartar al personaje del mundo literal de las imágenes documentales y los libros de historia y a situarlo en un espacio intemporal de fábula. En el teatro y en el cine se ha representado la entrevista que dio Nixon al periodista David Frost en 1976, y que para mayor enredo entre realidad y ficción puede verse en YouTube. En su presencia pública, en su actitud ante las cámaras de televisión, Nixon cultivaba un histrionismo tosco y ansioso, interpretaba el personaje que él y sus asesores de imagen habían diseñado. Pero por debajo de la interpretación se traslucía siempre su hosca presencia real, igual que su sonrisa tan forzada enmascaraba apenas un rictus perpetuo de inseguridad y rencor. El principal problema que un actor tiene para interpretar a Nixon no es el parecido ni la imitación del habla y los gestos, sino el hecho de que el propio Nixon era ya el imitador y el impostor de sí mismo. ¿Quién habría hecho mejor de Ricardo III que el propio Ricardo III? (Nixon, por cierto, se llamaba Richard porque su padre, un agricultor y tendero fracasado, quiso poner a sus hijos varones nombres de reyes de Shakespeare).
En una novela extraordinaria, Watergate, Thomas Mallon convirtió a Nixon definitivamente en personaje de ficción. Como una novela no tiene que ocuparse de semejanzas físicas, el Richard Nixon de Thomas Mallon es el más convincente de todos, el que tiene una presencia más redonda y menos plana, por usar los términos de E. M. Forster. No hay personaje de novela, por malvado que sea, que no se construya con una cierta dosis de compasión. Al terminar Watergate a uno le quedaba una sensación entre de horror y de lástima hacia ese hombre al que su desatada ambición y su creciente delirio terminaban por arrojarlo a la ignominia máxima. Conocer de antemano el desenlace de una tragedia no aminora su efecto. Pero ejerciendo su derecho de novelista a seleccionar ciertos hechos y no otros y detenerse sobre todo en la atmósfera de chisme y de baja intriga política de Washington, Thomas Mallon dejaba a un lado algunas de las facetas más siniestras de la vida y de la presidencia de Richard Nixon.
El Nixon del cine o de la novela puede dar miedo y hasta despertar piedad; el de la realidad le hiela a uno la sangre en las venas
Para asomarse a ellas es muy útil leer un libro recién publicado de Tim Weiner, One Man Against the World. Los terrores y las tinieblas de la ficción no pueden competir con el relato sobrio de los hechos históricos. El Nixon del cine o de la novela puede dar miedo y hasta despertar piedad: el de la realidad le hiela a uno la sangre en las venas. Tim Weiner es un cronista veterano de esta clase de horrores. Sus dos libros anteriores, uno sobre la CIA, el otro sobre el FBI, se leen como dos capítulos de una Historia universal de la infamia poblada de figuras criminales y de tramas de pesadilla mucho más escalofriantes que las catalogadas por Borges, que al fin y al cabo pertenecen sobre todo al reino inocuo de la fantasía. Esos dos libros—Legado de cenizas, sobre la CIA, y Enemigos, sobre el FBI— abarcan casi todo el siglo XX y un número muy amplio de personajes, la mayor parte de ellos detestables. One Man Against the World tiene la gran ventaja narrativa de concentrarse en unos pocos años, los de la presidencia de Nixon, entre 1968 y 1974, y en un reparto limitado, aunque pavoroso: el presidente triunfal y muy pronto acosado y enfurecido y sus cortesanos más próximos, sobre todo Henry Kissinger, que fue su consejero nacional de Seguridad y luego secretario de Estado y es el último testigo vivo de aquella trama que Weiner califica de tragedia —The Tragedy of Richard Nixon es el subtítulo del libro— pero que tuvo mucho de tragicomedia y esperpento.
Parece que no hay vileza de la que Nixon y Kissinger no fueran capaces, secundados por asistentes y vagos intermediarios y consejeros. Una parte de la campaña presidencial se financió con maletas de dinero entregadas por emisarios de los coroneles que habían dado un golpe militar en Grecia. Maletas de dinero en efectivo eran un mérito fundamental a la hora de conseguir un nombramiento de embajador. El que envió Nixon a Nicaragua destacó tanto en su apoyo a la dictadura que el tirano Anastasio Somoza hizo imprimir su retrato en billetes de banco. Cuando supieron que Salvador Allende acababa de ser elegido como presidente de Chile, Nixon y Kissinger gritaban al teléfono dando órdenes a los responsables de la CIA para que sabotearan su toma de posesión. Porque las líneas de abastecimiento entre Vietnam del Norte y la guerrilla comunista en Vietnam del Sur pasaban por la zona fronteriza con Camboya, Nixon y Kissinger ordenaron bombardeos secretos, sin la autorización del Congreso. Sobre Camboya, un país pequeño, agrícola y además neutral, los aviones B-52 lanzaron en tres años casi tres millones de toneladas de bombas, más que en toda la II Guerra Mundial y la guerra de Corea. Una dictadura militar auspiciada por Estados Unidos fue el preludio para la toma del poder de los jemeres rojos en 1975: en dos años aniquilaron por violencia y hambre a dos millones de personas, la cuarta parte de la población.
No hay personaje de novela, por malvado que sea, que no se construya con una cierta dosis de compasión
Nixon no se fiaba de nadie. Estaba él solo en guerra contra el mundo: contra los comunistas, contra los pacifistas, contra los hippies, contra las élites intelectuales y las élites políticas de la Costa Este, contra los periodistas, contra los negros, contra los judíos, contra las feministas, contra los militares que saboteaban sus órdenes, contra los diplomáticos. Insensatamente, por su obstinación de espiar a todo el mundo, hizo instalar un sistema de grabación clandestino en la Casa Blanca y en sus otras residencias. Esas cintas precipitaron su ruina, al convertirse en la prueba indudable de los delitos por los que habría sido juzgado si no llega a dimitir: obstrucción de la justicia, abuso de poder, mentira bajo juramento, conspiración. Tenía segura la reelección y sin embargo aprobó medidas de espionaje ilegales contra sus competidores y sus enemigos. En un momento dado, cuando más arreciaban las protestas contra la guerra en Vietnam, 750.000 personas estaban fichadas o bajo vigilancia. Porque el Gobierno de Vietnam del Norte no se rendía, ordenó los bombardeos más largos, más sostenidos, más destructivos, de toda la guerra. En el delirio de noches de agotamiento, insomnio y alcohol divagaba por teléfono con sus ayudantes sobre la posibilidad de resolverlo todo lanzando sobre Hanoi una bomba atómica.
Esa ira, esa voz arrastrada y beoda, pueden escucharse ahora, sin ninguna dificultad, en las cintas que se han ido haciendo públicas. Personas así han tenido y tienen en el mundo la posibilidad de sembrar el horror, de aniquilar millones de vidas, el planeta entero. Algunas historias quizás sería preferible no saberlas.
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