La erótica del poder
Me invitan (por primera y, probablemente, última vez en mi vida) a almorzar con un político junto a otros autores catalanes que escribimos en castellano, para hablar de “nuestra situación”. Yo no tengo consciencia en absoluto de “nuestra situación”. Soy muy catalana pero siempre he escrito en castellano, el castellano es mi lengua (la lengua en la que me dirijo a los bebés y a los perros, la lengua en la que puedo susurrar obscenidades sin que se me escape demasiado la risa, etc.) y nunca he tenido ningún problema. Como no es un político que me ponga especialmente enferma (y todavía no me he apuntado al gimnasio al que pienso ir cada mediodía, religiosamente), acepto la invitación.
Llego un poco tarde y con mi aire de atolondrada más encantador, pero a penas me hacen caso. Pienso que se debe sin duda a que con esta humedad se me forman unos ricitos no demasiado favorecedores en el pelo que hacen que me parezca a la hermana solterona y desafortunada de “Downton Abbey (y no al personaje de Maggie Smith, que es al que realmente aspiro a parecerme). Pero nadie parece prestar demasiada atención a mi pelo. Pido una caña. Uno de mis amigos escritores pregunta si habrá Instituto Cervantes en Barcelona cuando Cataluña sea independiente. Pensando que se trata de una broma, me echo a reír como una loca para demostrar que estoy en el ajo, que capto las bromas, que no estoy tan desconectada del mundo como parece (nada une tanto como la risa floja). Pero nadie más se ríe. La chica de prensa me mira con los ojos muy abiertos. Apuro la cerveza. Coqueteo con la camarera, me hago la delgada y le digo que no quiero pan, solo vino.
Todos escuchan al político como si se tratase del oráculo de Delfos, pienso (con cierta rabia) que nunca ningún hombre (ni mujer, ni niño, tal vez alguno de mis perros, sí) me ha escuchado con tanta atención, ni me ha mirado con tanta intensidad. Por un momento me parece que uno de mis amigos escritores va a saltar por encima de la mesa para darle un morreo. Me corroen los celos. Si hubiese sabido a lo que me enfrentaba, no me hubiese puesto mi vestido hippy. Entonces, el tío se ata la servilleta al cuello (gesto poco atractivo donde los haya), pero le siguen escuchando fascinados, como si fuese el hombre más sexy del mundo. Pienso en hacer lo mismo (después de todo, seguro que la servilleta me queda mejor a mí), pero a estas alturas ya sé que no servirá para nada, que todo está perdido. Incluso la camarera ha desaparecido.
Se despide de mí con los dos besos de rigor, pero no son besos de simpatía, son los besos del vencedor al vencido. Pienso en lo que diría Maggie Smith y no se me ocurre nada. Al llegar a casa, entró en internet y me compro la mini falda más mini que encuentro. Esto no puede quedar así.
Babelia
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