Las vanguardias y los amores perros
Angelina Beloff se casó en 1911 con Diego Rivera, que inició con ella una larga carrera de coleccionista de pasiones
El verano en que Frida Kahlo cumplió dos años, Diego Rivera conoció a Angelina Beloff en un café de Brujas. En 1909 las mujeres todavía lucían faldas hasta los tobillos. Faltaba poco para la Gran Guerra. En París unos atrevidos llegados desde todas partes estaban haciendo saltar por los aires el arte como había sido concebido hasta entonces. Beloff y Rivera figuraban entre ellos. Pintaban, bebían absenta, parloteaban en la tertulia La Rotonde, pasaban frío, se enmarañaban en redes sentimentales, se admiraban, se envidiaban, se envanecían. Las vanguardias tomaban Montparnasse acaso sin saber que en realidad estaban acampando en la historia.
Angelina Beloff, hija de un magistrado del Senado ruso, prometía. Tras dejar atrás San Petersburgo, se formó con Matisse y Anglada Camarasa. Diego Rivera, claro está que también. En 1906 el Estado de Veracruz le había becado para estudiar en Europa, primero en Madrid —donde acude al taller de Eduardo Chicharro— y después en París, donde accede al círculo de exploradores artísticos que formaban, entre otros, Picasso, Gris o Modigliani.
Gracias a su amiga María Blanchard, una pintora española que alcanzó la cima del éxito antes de ser borrada de las letras mayúsculas del arte, conoce a Beloff. Al tiempo que le abre la mirada a pintores desconocidos, el mexicano le declara su pasión. En aquellos días de asedio, la artista rusa duda, se siente presionada hasta el extremo de acelerar su retorno a París en solitario, según escribirá en sus memorias, redactadas desde la distancia de la vejez. Después, añade, “cuando Diego llegara a París, le diría que aceptaba que fuéramos novios y que creía poder amarlo”. Con ese apunte notarial se inicia una relación intensa, que culmina en matrimonio en 1911.
Rivera crea con furia, explora estilos —en España, donde se refugian al inicio de la guerra, pinta paisajes puntillistas—, incurre temporalmente en el cubismo. Beloff se especializa en grabados. En sus memorias evoca aquellos años felices. Pero Rivera pronto mostrará la ansiedad del coleccionista, que caracterizará su vida tanto como sus murales políticos. Marievna Vorobiev Stebelska, una pintura rusa embebida de cubismo se convierte en una amante duradera, incluso durante el embarazo y el nacimiento del primer hijo del mexicano: Diego Rivera Beloff, que morirá a los 14 meses de neumonía en un invierno que acuchilló París. Marievna, a su vez, da a luz en 1919 a una niña, Marika —vivo retrato de su padre, como en todos los adulterios que se precien—, y a la que el artista se refería como “hija del armisticio”. Rivera jamás reconoció su paternidad, según su biógrafo Bertram Wolfe.
Apuntes biográficos
Angelina Beloff (San Petersburgo, 1879-México, 1969) se estableció en 1909 en París para continuar estudios de pintura, tras la muerte de sus padres. Ese mismo año conoció a Diego Rivera, con el que se casó en 1911 y que la abandonaría una década después. Beloff se instaló en 1932 en México, donde trabajó como maestra de artes plásticas, grabadora, ilustradora infantil y creadora de guiñoles.
Diego Rivera (Guanajuato, 1889-México, 1957). Partió a Europa en 1906 gracias a una beca. En 1921 regresa definitivamente a México, donde realiza su primer mural, y un año después se casa con la escritora Lupe Marín. Despega una carrera de éxito como muralista y de compromiso comunista. En 1929 se casa con Frida Kahlo y en 1955 con Emma Hurtado, su marchante.
Angelina fue la primera mujer de largo recorrido en la vida del explosivo mexicano. Más tarde se casaría con la escritora Lupe Marín (tuvieron dos hijas), la pintora Frida Kahlo y, dos años antes de morir, la marchante de arte Emma Hurtado. Entre ellas —y durante ellas— mantuvo un sinfín de amoríos sin papeles.
Diego fue el único hombre de la discreta rusa. Que se sepa, aunque de ella se ignoran muchos aspectos. Beloff, pintora, grabadora, ilustradora, escenógrafa y diseñadora de guiñoles, apenas ha dejado rastros. O fueron muy tenues hasta que la escritora Elena Poniatowska decidió escribir un falso epistolario que tituló Querido Diego, te abraza Quiela (Impedimenta), donde recrea la desolación de Beloff en 1921, el año en que Rivera la abandona y decide regresar a México para sumarse a la causa del Gobierno. Ese momento es ficcionado por Poniatwoska. “Leí una carta real de Angelina Beloff, que me dio el tono para el libro. Además, yo sentía que se las estaba escribiendo a mi marido, que no me la pelaba. Los astrónomos están todo el día mirando el cielo”, cuenta con humor por teléfono desde México la escritora. Se publicó en 1978, se convirtió en una de sus obras más traducidas y se llevó al teatro en México y Francia en más de una ocasión. “Le pasó lo que le pasa a las mujeres unidas a grandes hombres... pero cuando alguien sobresale, sobresale como una fuerza de la naturaleza”, añade.
Eso era Diego. Una fuerza de la naturaleza. Corporal y anímicamente. Un cíclope que tumbaría un cáncer de próstata en 1957. Angelina, no. Según Ramón Gómez de la Serna, era “una incógnita, silenciosa, bajo un delicado velo casi siempre”. Según el historiador del arte Elie Faure, era “vigorosa y original”. Tal vez fue las dos cosas en distintos momentos de su vida. En los retratos de Rivera evoca la descripción de Gómez de la Serna. En una fotografía de autor desconocido, captada en 1917, asemeja una mujer poderosa y distinta: mientras amamanta a su hijo Diego mira casi con fiereza a la cámara con el pelo recogido en un pañuelo y unos aros de zíngara.
En 1932, Beloff viajó a México para quedarse para siempre. Murió a los 90 años, en el país que escogió como patria. “Existe la anécdota”, cuenta Mireida Velázquez Torres, comisaria de la exposición Angelina Beloff. Trazos de una vida, organizada en el Museo Mural Diego Rivera, “que yo creo que es sólo eso y no un hecho que realmente haya acontecido, en la cual se decía que cuando Diego Rivera volvió a toparse con Beloff, ni siquiera la reconoció”.
Babelia
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