José Hernández, en la casa de los cangrejos
La Academia de San Fernando recupera “al gran surrealista”
José Hernández decía que no tenía una idea de qué era, más allá de cumplir “el oficio de pintar”, pero Francisco Nieva dice en el documental que han hecho Pablo (el hijo del artista) y Pablo Robles, que “era un maestro inconfundible del surrealismo”, cuya estética mostraba “la riqueza de un Patinir”. Hernández nació en Tánger en 1944 y murió en Málaga (donde vivió sus últimos años) en 2013. Parte de su obra se expone desde el miércoles en la Academia de Bellas Artes, a la que perteneció durante 24 años.
Es una muestra de sus sueños; ni una concesión al comercio ni a la facilidad a la que podría conducirle su enorme destreza como dibujante. Construye, dice Carlos Arenas, el comisario de la exposición, “un universo perturbador, onírico y grotesco”, que muchos han emparentado con los fantasmas (reales) de Juan Carlos Onetti o de Juan Rulfo, escritores a los que ilustró.
Esa fantasmagoría surrealista de Hernández procede, por otra parte, de la realidad que contemplaba a veces como un niño y a veces como descubridor de objetos de origen misterioso. En la inauguración, el presidente de la Academia, Fernando de Terán, contó que cuando Pepe Hernández se mudó de casa (a una enorme en la zona de Atocha, en Madrid) halló en el horno de la inmensa cocina un par de zapatos “de tacón muy alto”, de señora. “¿Creerán que me lo invento si los pinto?”, le dijo a su colega académico.
En otra ocasión llenó la casa de cangrejos, que inspiran de manera obsesiva uno de los cuadros que se encuentran en la exposición de Madrid. “Aquella fue durante un tiempo la casa de los cangrejos”, dice su hija Ana, mientras va mostrando cuadros muy singulares a lo largo de la muestra. Ruinas que halló en el Mediterráneo le ayudan a componer uno de los cuadros; en otro aparecen unos leones desolados flanqueando un cielo que parece el firmamento de una esperanza. “A mi padre”, asegura Ana, “no le gustaba interpretar sus cuadros; pero ahí yo al menos veo la política destruida y un infinito que él pinta como si fuera aire fresco”. Hay un cuadro, Sueño anclado, que le hace decir a Ana, que trabaja en el Museo del Prado: “Un sueño anclado. Le faltó tiempo para completar su sueño”.
La muestra procede de una gran antológica que sigue su curso en dos salas de Valencia, cuyo Consorcio de Museos contribuyó a organizarla en el Centre del Carme y en la Fundación Chirivella Soriano. En la inauguración Carlos Arenas le dedicó el esfuerzo a la viuda de Hernández, Sharon Smith, escritora y traductora, que en su cuenta de Facebook mantiene un diálogo emocionante con la memoria de su marido.
Hernández era una persona muy especial; en otro territorio y con otro carácter más abrumador hubiera sido acogido con mayor reverencia que la que le mostraron la actualidad que vivió y la posteridad que le sigue.
Esta es una restitución. Él fue pintor, grabador, dibujante, ilustrador y escenógrafo; sus dibujos y diseños eran la expresión surrealista (por seguir con la definición de Nieva) que provenía de sus sueños; pero esa exuberancia no estaba en su personalidad: era sobrio y noble, pedía para otros y renunciaba a sí mismo. Vestía de negro y sus colores en la pintura eran los ocres, “huía del venenoso azul”, como dijo De Terán, pero sobre todo dejaba que el ruido de la vida estuviera en los cuadros, y no en lo que decía; cuando pintaba, cuenta Ana Hernández, escuchaba música; su preferido, relata, “quizá era Chopin”.
Pintaba como jugando; ese era su placer. Dice en el documental: “A veces falta un color rojo; ¡pues vamos a inventar un color rojo!”. Donde se encontraba mejor era pintando; su voz acallada por la enfermedad de los últimos tiempos refleja, en la película, ese espíritu juguetón que crecía cuando hablaba de pintura. En la pintura, recuerda Nieva, “entraba en trance; su arte era como un castillo interior, como el de santa Teresa”. Su producción rompe, en cuanto al surrealismo, con cierto desmaño de los pintores de esa tendencia, según Nieva; en lo que sí era surrealista del todo era en la capacidad con que convirtió su obra, cuadro a cuadro, en una obra abierta o inacabada. De hecho, como nos decía el miércoles su hija, jamás se refería a sus cuadros como obras acabadas. “Nunca decía: Esto me salió bien. Más bien decía: creo que lo he terminado”.
La exposición de Hernández de la fundación Chirivella Soriano de Valencia estará abierta hasta el 6 de septiembre. Ya concluyó la que estuvo instalada en el Carme. Esta que acaba de inaugurarse en la Academia de Bellas Artes, en Madrid, concluirá el 30 de agosto. Al final del recorrido que hicimos con Ana nos fijamos en las mariposas que ella tiene tatuadas en su brazo derecho. “Son las que dibujaba mi padre. Me las tatué cuando murió. Son muy bellas. Y él era el hombre más bueno del mundo”.
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