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El hechizo de Portishead no tiene fin

Los de Bristol encarnaron la congoja, Public Enemy la conciencia y FFS la fiesta en la última jornada del FIB, que ha mostrado una sólida base de 30.000 asistentes diarios

Beth Gibbons, la cantante de Portishead, el domingo en el FIB.
Beth Gibbons, la cantante de Portishead, el domingo en el FIB.JOSE JORDAN (AFP)

Saben lo que es la obsolescencia programada, ¿no? Aquella característica -inapreciable para el consumidor- que hará que cualquiera de sus enseres electrónicos reviente por alguna costura y tenga que ser sustituido por otro, muy similar, por mor de las leyes del mercado. No se molesten en tratar de averiguar qué diminuta pieza del engranaje ha fallado: el desajuste es tan imperceptible, tan microscópico, que es invisible a ojos del 99% de los mortales, legos en la materia como somos. Es algo que ocurre pese a que su irrupción es más que intencionada, prevista en el diseño inicial por alguna mente en la sombra. Pues bien, debe haber algo en los directos de Portishead, alguna inadvertida e infinitesimal variación en su aleación de componentes, que provoca que su clientela quede atrapada en sus redes una y otra vez. A pesar de que lleven cinco años repitiendo prácticamente el mismo concierto.

Cinco años aparentando lo mismo, y cinco años desarmando al personal. Una y otra vez. No hay otra forma de explicar cómo es posible que las propiedades hipnóticas de su ritual de aflicción no mermen. Siempre lacerantes, por mucho que se expongan. Porque, raciocinio en mano, resultó casi imposible anoche avistar más novedad que las imágenes fugaces del referéndum griego que salpicaron Machine Gun o la no comparecencia de Beth Gibbons en el foso para darse el tradicional baño de masas. Su música es un asalto sensorial. Un atropello emocional en toda regla, exquisitamente orquestado, brillantemente escenificado, que no entiende de razón. Logran que todo lo que ocurra sobre el escenario resulte único, tan irresistible como la primera vez. La angustia de Mysterons, el impulso motorik de The Rip, el interludio deshuesado de Wandering Star, la súplica reptante de Glory Box...son casi un género en sí mismo, reventando los límites de aquello que una vez alguien bautizó como trip hop. Devastadores, otra vez.

La actuación de los de Bristol fue la más brillante de una triada -en la última noche del FIB- que justificó de sobra la expectación. La que conformó junto a las efervescentes actuaciones de Public Enemy y FFS (Franz Ferdinand y Sparks). Si Portishead fueron la congoja, Public Enemy encarnaron la conciencia social en un mar de reclamos lúdicos. Y como buenos estandartes del showtime norteamericano que son, fundieron ambas pulsiones, la prédica y la jarana, porque seguramente esa sea la única credencial para legitimar un show que labró sus mejores argumentos hace mas de 25 años. El sentido del espectáculo que derrochan Chuck D y Flavour Flav, secundados por DJ Lord y el nutrido batallón de uniformados militares que les acompañan, es irrebatible. Y aunque perdió algo de fuelle en su último tramo, reveló el demoledor impacto que aún detentan clásicos como 911 is a Joke, Bring The Noise, Don't Believe The Hype o Fight The Power. Habrá quien les vea como un anacronismo, pero su discurso aún se antoja un recordatorio necesario en tiempos en los que el hip hop deriva tanto hacia la materialista ostentación bling bling. La suya fue una soberana lección de historia, tan consciente de su legado y de sus raíces que guiñó algo más que un ojo al Rapper's Delight de Sugarhill Gang, kilómetro cero de la old school del género. No emborronan su enorme herencia y además divierten, así que bravo por ellos.

Lo de FFS, la alianza entre Franz Ferdinand y Sparks-un poco después y en el mismo escenario-no tuvo tampoco desperdicio. La simbiosis deslumbra en escena, aunque casi tres décadas les separen por edad. El contagioso olfato melódico de los escoceses y la chispeante locura de los angelinos mezclan a las mil maravillas. Son como la línea recta y la curva, ortodoxia y heterodoxia en el mismo pack, en perfecta armonía. Y eso es algo que se evidenció no solo en los temas de su magnífico álbum conjunto (Johnny Delusional, Piss Off) sino también en los que facturaron hace tiempo por su cuenta y anoche defendieron Alex Kapranos y Russell Mael, en primera línea del frente y formando un estupendo tándem, caso de Do You Want To de los primeros o Number One Song In Heaven de los segundos. Se sabía que su colaboración es un balón de oxígeno para Franz Ferdinand y un accésit de reconocimiento y justicia poética para Sparks, pero el escenario además lo redimensiona en positivo. Y cuando se arrancaron con la infalible Take Me Out tembló la tierra. Uno de los mejores conciertos de este año.

El resto de la jornada deparó uno de esos tradicionales picoteos entre escenarios, en el intento de no perder detalle de propuestas menos indispensables que las ya comentadas pero puntualmente estimulantes. Como la de los castellonenses deBigote, encargados de abrir fuego en el escenario grande con una estilizada visión del pop que rebosa clase-y canciones-sin que se vean sus costuras, algo caro de ver en tiempos de adscripciones genéricas perezosas. O como la de los mexicanos Little Jesus, revitalizantes por la digestión autóctona que llevan a cabo de sonidos de rock vintage, y el desparpajo con el que la regurgitan. La trillada grandilocuencia de los neoyorquinos Augustines (¿son realmente necesarias tantas bandas haciendo canciones con pretensiones más grandes que la propia vida? ¿de verdad?) se hizo más complicada de deglutir, así que tampoco era una mala opción testar la aportación irlandesa de rigor (el público de allí representa desde hace años un estimable porcentaje), con Hudson Taylor en un escenario y The Riptide Movement en el otro. Discretamente cumplidores ambos, aunque nuestra apreciación haya que cogerla con muchas pinzas por la premura de tiempo.

De más argumentos disponemos para calificar los pases de The Cribs o Bastille. Los primeros derrocharon arrojo pero sufrieron un mal sonido, en un concierto irregular que tuvo en Be Safe (con el speech de Lee Ranaldo, de Sonic Youth, en las pantallas) o en la poderosa We Share The Same Skies sus mejores puntales. Son pura clase media del rock británico, ni despuntan ni encallan. Aunque les hubiera venido muy bien seguir contando con Johnny Marr (The Smiths), al igual que hace unos años, para poner algo de orden, clase y concierto en sus impetuosos directos. Bastille, habituales de nuestros festivales, siguen por donde solían. Entre el síndrome de la boy band y la épica amable de ese synth pop tan inocuo que se gastan (¿cruce de One Direction y Keane?). Versionaron, como es costumbre, el Rythm of the Night de Corona (con guiño a Technotronic) y el No Scrubs de TLC. Muy recomendables para almas cándidas.

El FIB, en resumen, cierra la edición de 2015 con una lectura en positivo. Ha detenido la sangría de asistentes que venía arrastrando en los últimos cuatro años, ha recuperado algunas señas de identidad y ha logrado que parte del público español que había desertado haya vuelto a dejarse ver por Benicàssim (Vetusta Morla, quienes tocaban ayer en el escenario grande casi a la misma hora que Public Enemy, debieron tener también su parte de culpa). Y lo ha hecho con un manojo de cabezas de cartel más potentes que los de los últimos años, aunque la letra pequeña-bueno, la que podríamos calificar como intermedia, entre los reclamos principales y las bandas emergentes estatales-haya vuelto a hacer aguas con frecuencia. La base, en todo caso, sigue siendo sólida.

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