Excéntrico, pero menos
Brad Mehldau ofreció un concierto estupendo en su primera parte, y algo menos estupendo en la segunda
La excentricidad, entre los pianistas de jazz, es un grado; casi tanto como entre las/los cantantes de jazz (sobre todo, “las”). Como muestra, el concierto que ofreció Brad Mehldau anoche, en Mendizorrotza. Linda, profesora de música en Miami de viaje de vacaciones por el País Vasco, no salía de su perplejidad: “¿cómo se puede tocar el piano sentado en un cajón puesto de lado, si casi no llega al teclado?”. “Hay cosas que no tienen explicación”, le respondo. “De hecho, casi nada en el jazz la tiene”.
Brad Mehldau ha prohibido que se grabe en vídeo su actuación; y de hacer fotografías, ni hablar. Para eso tiene a un propio en uniforme de camuflaje oteando la platea como el halcón busca su presa. Cámara que asoma, reprimenda que se lleva su portador. Por lo demás, es un tipo afable, al que uno puede encontrarse desayunando al día siguiente, cual fue el caso del abajo firmante, y que no le mande a uno a tomar vientos si le pregunta por el “bis” que interpretó en su concierto: “West Coast blues”, de Wes Montgomery”. Hace años hice esa misma pregunta a otro pianista y recibí como respuesta un “váyase Vd. a freír puñetas, señor mío”, en traducción libre del inglés. El lector puede imaginarse de quién estoy hablando.
La cosa, que Brad Mehldau ofreció un concierto estupendo en su primera parte, y algo menos estupendo en la segunda. La parte estupenda: “Solid Jackson”, “Strange Gift”, “Untitled” (sic), las 3 del propio Mehldau; la que menos: “Valsa Brasileira” (Edu lobo y Chico Buarque), “Sete Waltz”, propia; y “Si tu vois ma mère” (Sidney Bechet). En la primera, el pianista excéntrico, pero menos, pareció menos pendiente de seguir ningún libro de estilo como de generar nuevos horizontes estéticos a su música con resultados, en ocasiones, razonablemente alentadores. La segunda, como he dicho, fue más previsible. El Brad Mehldau de siempre, que también es estupendo, pero un poco menos. Junto al pianista, sus habituales Larry Grenadier, al contrabajo; y Jeff Ballard, baterista de oficio, si bien a años luz de su antecesor en el cargo, “nuestro” Jorge Rossy.
De la subsiguiente actuación, poco hay que pueda decirse. Que Chris Potter, Dave Holland, Lionel Loueke y Eric Harland se anuncien de tal guisa, en lugar de ser el cuarteto de Dave Holland, como hubiera sido lógico, define a la perfección el contrasentido de éste tipo de formaciones all stars en las que prima el fichaje relumbrante sobre el juego de conjunto. Lo que le va bien a uno, le va mal al otro, y viceversa; salvo Loueke, al que nada le queda bien. El guitarrista africano –un músico excelente, pero no de jazz- demanda un espacio para sí en exclusividad; sus compañeros de escenario se lo dieron con la magnanimidad que permite una música de largo desarrollo en la que manda la improvisación sobre la nota escrita. El suyo fue un concierto dentro del concierto, una cosa entre psicodélica y étnica, un pie en el soukous congoleño, el otro en Jimi Hendrix. Naturalmente, fue él quien se llevó los mayores aplausos. Lo de siempre, o sea.
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