Sin identidad
Cae sobre las expectativas como un jarro de agua fría desvelando en Tarsem Singh al creador rutinario que nunca había sido
Formado en el terreno de la publicidad y el vídeo musical, Tarsem Singh entró en el cine de la mano de un inclasificable psychothriller onírico que le acreditó como desbordado talento neobarroco: La celda (2000) alteraba la funcionalidad del género en que se inscribía para desplegar un omnívoro repertorio de referencias visuales culteranas, que iban del arte contemporáneo (Damien Hirst) a la imaginería religiosa. Su segundo trabajo se hizo esperar: The Fall. El sueño de Alexandria (2006) fue una aparatosa superproducción autofinanciada que, junto a su esplendor visual, desvelaba complejas inquietudes conceptuales alrededor de la ambigua naturaleza de la ficción. Más adelante, el cineasta demostró su capacidad de seguir siendo inventivo y personal trabajando en el seno de fenómenos tan coyunturales como la relectura adulta y contemporánea de los cuentos de hadas –Blancanieves (Mirror, Mirror) (2012)- o el neopéplum pos300 –The Immortals (2011)-. Daba la impresión de que Singh nunca iba a fallar, que incluso en el más rutinario encargo, el estilo se afirmaría triunfante… hasta que Eternal ha caído sobre esas expectativas como un jarro de agua fría desvelando en él al creador rutinario que nunca había sido.
ETERNAL
Dirección: Tarsem Singh.
Intérpretes: Ben Kingsley, Ryan Reynolds, Natalie Martinez, Matthew Goode, Victor Garber, Derek Luke, Jaynee-Lynne Kinchen, Melora Hardin, Michelle Dockery, Sam Page, Brendan McCarthy.
Género: ciencia-ficción. Estados Unidos, 2015.
Duración: 116 minutos.
Escrita por los hermanos Pastor –directores de Infectados (2009) y Los últimos días (2013)-, Eternal es una pesadilla, funcional y desangelada, en torno al anhelo de inmortalidad que, lejos de asumir que deriva del tronco de Plan diabólico (1966), prefiere crecer, modestamente, en la rama de Abre los ojos (1997). Para el incondicional de Tarsem Singh, Eternal es una experiencia dolorosa: una película sin identidad, en la que sólo el mundo de lujo por el que se mueve Ben Kingsley y la manera en que fluyen las imágenes en el arranque de la película funcionan como muy leve recordatorio de la capacidad de invención asociada al director. Quizá ese vacío de identidad sea una arriesgada opción estilística que este crítico no ha pillado: de hecho, de identidades vampirizadas e instrumentalizadas va la cosa. Quien sólo busque una buena ración de cine de género se encontrará con una película que le recordará a otras muchas, casi todas ellas bastante mejores.
Babelia
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