Cambiando el rock por la salsa
Y sigue, sigue creciendo el fenómeno Andrés Caicedo. En su Colombia natal y en el resto de Hispanoamérica. Se rescata todo lo que escribió, se lleva al cine su novela ¡Que viva la música!, se reconoce su anticipación del movimiento McCondo. Caicedo tiene todo lo necesario para ascender en el hit parade de figuras de culto: una escritura torrencial, pasiones complementarias por el cine y la música, vida enigmática y final brusco.
Hagan una excepción con España. Tal vez, aquí nos resulta inconcebible el desclasamiento de la heroína de ¡Que viva la música!, simbolizada por su rechazo del rock y su abrazo de la salsa. María del Carmen Huerta es una hija de la clase media colombiana, con buenas notas y plaza para estudiar arquitectura. Comienza el libro cuando da esquinazo a un reducido círculo de estudios marxistas para unirse a una tropa de hedonistas amantes del rock. Manifiesta especial fascinación por los Rolling Stones y solo lamenta no entender las letras.
Pero estamos en Cali, ciudad que tiene la fama de acoger a los mejores bailadores. Además, la salsa neoyorquina vive su fase imperial. En busca de más y mejores fiestas, María del Carmen entra en el circuito de las rumbas salseras. Y ya no vuelve a salir, aunque eso suponga mezclarse con la gente peligrosa. No sirve el tópico de “se dejó arrastrar por las drogas”: las consumía igualmente en el mundillo del rock.
¡Que viva la música! opone la cultura importada (el rock, con sus fallidas promesas de liberación) a la autenticidad de lo popular. ¡Que viva la música! es la crónica de una revelación: el poder de la salsa bailada (el título está tomado de una pieza de Ray Barretto), la celebración de la euforia. La protagonista encuentra su destino: “yo sería el espíritu de la concordia y del goce sin fin. Yo era el alma que le daba origen a la rumba, la novia de la rumba, la que siempre ganaría, la más gozona y asediada, la que se iba de día, inundada de cansancio saludable, a dormir las pocas horitas de los justos, y a arrullarme con los planes de la rumba posterior, la de esta noche, la que perfeccionaría el sistema”.
En su viaje en busca de la mejor rumba, convive con Rubén, un pinchadiscos de salsa, verdadero militante del “sentimiento afrocubano”. Y termina compinchada con Bárbaro, un delincuente que asalta (y asesina, por odio) a turistas gringos que consumen hongos alucinógenos en el llamado Valle del Renegado. No tiene problemas morales: buscando autonomía vital, María del Carmen se rebautiza La Siempreviva y se lanza a la prostitución.
Ese rechazo de la existencia burguesa, que incluye el odio a las orquestas del “sonido paisa” de Medellín, desemboca en cuatro páginas finales de jocosos consejos (“es prudente escuchar música antes del desayuno”) y mandamientos radicales: “jamás ahorres. Nunca te vuelvas una persona seria. Haz de la irreflexión y de la contradicción tu forma de conducta”. De repente, sentimos que desaparece su álter ego femenino y emerge el verdadero Andrés. El 4 de marzo de 1977, con 25 años, Caicedo se suicida después de recibir la primera copia impresa de ¡Que viva la música!. Ni Kurt Cobain pudo superarlo.
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