La lección escénica magistral de Anne Teresa de Keersmaeker
El festival de Venecia se cierra con un despliegue de gran altura estética
El domingo ha habido tiempo para ver el trabajo de Salva Sanchís, natural de Manresa y residente en Bélgica, “Islands revisited”, pero como es inevitable en un proyecto expositivo de estas dimensiones, no todo reluce ni todos los productos son buenos. Ha habido tres fiascos que no estaban al nivel del resto de las propuestas. En el Arsenale especificamente en el espacio denominado Tese dei Soppalchi, primero Maria Gionannini con “Verve Quartetto colore” y después en la Sala de Armas Xavier Le Roy con “Excepts of low pieces” desmoralizaban bastante. La primera resultaba de un ruborizante amateurismo y el segundo proponía estar 20 minutos a oscuras, público y artistas, que cada cual hablara de lo que quisiera. Se puede teorizar todo lo que se quiera sobre esto, que además, no es nada nuevo en teatro, pero es que resultaba cuando menos incómodo, sonaba a tomadura de pelo, como si en la Bienal y su entorno cualquier parida debiera ser aceptada como una genialidad. Pues no. Ni público ni crítica están por la labor de aceptar a geniecillos de ocasión. Algo menos agresivo pero sin demasiada consistencia formal, Michele di Stefano en el Soppalchi con un elenco de adolescentes y una gran tela formalizó un experimento de figuras cambiantes, una suerte de organismo único capaz de replegarse sobre sí mismo, pero tampoco convenció del todo.
Por la tarde sin embargo, Cesc Gelabert, acompañado y asistido por Lydia Azzopardi, mostró su creación en Campo Sant Angelo, “Dirty hands and beauty”, para siete bailarines sobre música de Claudio Monteverdi, fragmentos de “L’Incoronazione di Poppea” que se encadenaban a secuencias electrónicas de Borja Ramos. Un resultado ritmado e intenso, una lírica aérea y ritual basada en la obtención y ruptura del ensemble, con su inveterada citación del folclore como una pincelada culta de lo ancestral revisitado. Seis mujeres y un hombre que usaban agresivamente el espacio limitado por el público. Al final el hombre vuelve al cuadrilátero de la plaza con un viejo cubo oxidado lleno de argamasa o cemento y los artistas, siempre ritualizados, se untan hasta los antebrazos, la cara y los vestidos, la pasta grisácea se hace maquillaje fantástico y a la vez los comunica, la ropa blanca se contamina de la acción, la misma masa que consolida el ladrillo y la piedra, verdadera sangre sólida de la ciudad, que tapa grietas y sostiene, hace metáfora dancísitica y tiene aquí un importante papel simbólico, Venecia es una fábrica que se reconstruye a sí misma siempre y para siempre, como la danza en su efímero y repetición.
Alessandro Sciarroni, en el teatrito de nueva planta del Palazzo Grassi presentó “Turning” con música original de artista español y compositor Pablo Esbert Llilienfeld (que veremos en noviembre en Madrid dentro del festival Madrid en Danza, una partitura muy cohesionada resultado de la manipulación electrónica de una secuencia o tema de Chaicovski de “El lago de los cisnes”, usada en el carrillón de una cajita de música, pero articulada inversamente a su progresión original. Los ruidos mecánicos del artefacto juguete también finalmente forman parte de la banda sonora que progresa, va a un crescendo o clímax que tiene que ver con la danza de girovagos. Cinco bailarinas giran y se desplazas siempre en circularidades de acuerdo a su giro natural. Sciarroni se ha serenado y este es su mejor trabajo hasta hoy. La cercanía de un artista como Esbert lo ha ayudado muy evidentemente, lo ha centrado en su exposición.
La noche del sábado se cerro de la manera más brillante posible. La propia Anne Teresa de Keesmaeker (Bruselas, 1960) bailó junto a Tale Dolven (Stavanger, Noruega, 1981), su creación “Fase, four movements to the music of Steve Rich“, 70 minutos electrizantes el dúo de las dos mujeres, en cierto sentido, maestra y discípula, pues Dolven culminó su formación en P.A.R.T.S., la escuela fundada por Keesmaeker en Bruselas. “Fase” se estrenó en 1982 y se considera una de las obras más influyentes y capitales de la danza contemporánea europea. Exactamente 33 años después Anne Teresa sube a escena y se da con creces a la obra y al público, con un baile emocionado y controlado a la vez, matemático pero de una respiración poética conmovedora, sabedora de lo que son los acentos aéreos, la repetición como fijación plástica en la retina del espectador hasta hacerle entrar en la materia misma de la coreografía.
De los valores perennes de esta obra genial ya se ha hablado, y la artista tiene razón en su obsesivo y paciente ejemplo luchador por la transmisión más transparente, que necesita de estabilidades, relecturas y acaso reescrituras que apoyen la matriz ya hecha repertorio.
Babelia
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