Ángel negro para el recuerdo
Hace tiempo que Nick Cave es un dandi oscuro y eso le confiere todo el atractivo del mundo
Ayer pasó Nick Cave por el Palacio de Congresos de Madrid, y eso queda para el recuerdo. En la memoria pernoctará el estigma de un señor inmenso en tamaño y música a bordo de un traje de los buenos en cuyos bolsillos viajaba un puñado de canciones —algunas, casi himnos— interpretadas por cinco músicos en estado de gracia. Nick Cave (voz, piano), Warren Ellis (guitarra, violín, mandolina, acordeón y quién sabe cuántas cosas más...), Martin Casey (bajo), Thomas Wydler (batería) y Barry Adamson (teclados, vibráfono). Nick Cave & The Bad Seeds.
En el trasvase a menudo imperceptible que va de los grandes hombres a los pobres diablos —y viceversa, aunque menos— se cuelan a veces los ángeles negros que se quedaron a medio camino, váyase a saber por qué, por un amor, un tren perdido, por una muerte, un mal viaje o porque la heroína, si te pilla, o te mata o te reforma: lo es Nicholas Edward Cave, queremos decir ángel negro, como le gritaba su padre cuando le veía en sus primeros gigs. La heroína quedó lejos, muy lejos. Hace tiempo que Nick Cave es un dandi oscuro y eso le confiere todo el atractivo del mundo. Si, además, resulta que tú eres un dandi oscuro de trajes caros y mirada abisal, pero de tu boca y de tu piano salen además cosas como The Weeping Song, Into my Arms, Water’s Edge, The Ship Song o Higgs Boson Blues, ya está, ya no eres un mero dandi cool, eres un artista de los pies a la cabeza... lo que en su caso equivale decir cosa de 190 centímetros tirando por lo bajo.
Viejas comparecencias negras en noches negras reconcentradas en un piano negro quedaron diluidas en el guateque punk, melancólico y violento que organizó ayer en Madrid el autor de Push the Sky Away. Nick Cave arrancó ya al borde del escenario en el inmenso auditorio repleto (entradas agotadas desde la noche de los tiempos y periodistas acreditados... a 100 euros la acreditación), entre ese indefinible cruce de caminos entre el romanticismo y los jinetes del Apocalipsis, haciendo a la primera de cambio gestos con las manos para decir al público que vale, que vengáis, que ya no soy el chico atormentado de los ojos negros, y el público se acercó al escenario siguiendo al Mesías, al Mesías australiano que hasta prólogos de los Evangelios ha escrito. Y Nick Cave demostró en dos horas largas (dos y cuarto, si contamos los bises) no sólo ser dueño de una de las voces más embrigadoras —embriagadoras flores de ruina, que diría el otro, y eso a veces parecieron sus canciones— de los últimos tiempos (entendiendo por tiempo décadas) ni sólo llevar en el baúl composiciones y discos magistrales como Murder Balladas o Abattoir Blues/The Lyre or Orpheus, sino también y ante todo manejar con el puño de hierro de un clon de Belcebú y con la mano de seda de un juglar entre las brumas los contornos de un escenario... y sus alrededores.
Cave y sus cuatro Bad Seeds fueron una veintena de canciones de principio a fin desgranadas al piano, en complicidad inquebrantable con su amigo Warren Ellis (véase el reciente y descomunal documental 20.000 días en la tierra) y con sus otros chicos, pero también en el patio de butacas, saltando de silla en silla y de brazo en brazo, sudando/aullando/gimiendo, vociferando, imprimiendo a su música el tempo imperceptible de un vals capaz de sacar a bailar a la chica de la película, también la maquinaria infernal de un rock durísimo distorsionado pero estructurado, pentagramas escritos en letras de caja alta. Generosos, los cinco músicos lo fueron toda la noche: Cave bromeando con su público y aceptando o negando peticiones entre sonrisas, tocando a la gente y dejándose tocar, practicando sexo con una espectadora de la primera fila sin siquiera rozarla, trayendo por la calle de la amargura a la seguridad, contradiciendo en canciones la matemática de las cosas. Ángel negro para el recuerdo.
Babelia
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