Con un cocodrilo papú en la madrugada barcelonesa
La extraordinaria afluencia de público creo grandes colas en muchos museos de la capital catalana y obligó a limitar el acceso
“A estas horas al cocodrilo no le va a importar que le hagamos la foto con flash”. La joven tatuada y obviamente con alguna copa de más se aferró a su amiga y se hicieron un simpático selfie con la espléndida proa de una canoa papú en forma de cabeza de aligator. El bicho tallado con extraordinario realismo parecía relamerse. Estábamos en el Museo de las culturas del mundo de Barcelona, el rutilante nuevo museo de la ciudad que permite admirar la gran colección Folch de artes primeras; eran las 11 de la noche muy pasadas, la cola de acceso llegaba hasta la calle y las salas las llenaba un gentío, en su inmensa mayoría, pese a las sonoras excepciones, con una actitud tan serena, respetuosa y concentrada como si fuera mediodía.
El museo etnológico de la calle de Montcada, muy cerquita del Picasso, en el que ya no dejaban entrar por la enorme afluencia de visitantes, era solo uno de la multitud de centros barceloneses y de alrededores, 81, que anoche abrieron sus puertas de manera gratuita en la Noche de los Museos, actividad organizada por el Ayuntamiento que ofrecía entrada libre desde las siete de la tarde a la 1 de la madrugada y que se saldó con enorme éxito (150.000 personas), incluso con desbordante éxito en algunos casos. Animó bastante el que se repartieran masivamente unas simpáticas caretas negras con aspecto de animales nocturnos –búho, murciélago, gato y lobo-, de las que los visitantes hicieron uso con encantada fruición, auque luego en la calle, en según qué sitios y a según qué horas te podían procurar un buen susto: parecía que la ciudad estuviera ocupada por personajes de Batman.
La oferta, que en muchos casos no se limitaba a permitir la visita de las colecciones sino que incluía innumerables actividades organizadas específicamente para la iniciativa, como conciertos, talleres, visitas guiadas y dramatizadas, recitales de poesía, cuentacuentos, danza, performances y hasta gastronomía, era variadísima y no solo abarcaba los grandes museos sino que permitía descubrir otros menos conocidos. Así, junto a la visita nocturna a las colecciones del gran Museo Nacional de Arte de Cataluña MNAC (y el baile en su sala oval) o a las exposiciones de Caixaforum o la de La Pedrera, podías admirar la colección de carrozas fúnebres (22) de la ciudad –opción ciertamente no muy optimista para una noche de sábado-, visitar la casa del guarda del Park Güell, recordar con nostalgia las legendarias Bultacos del Museo de la Moto, o disfrutar de un espectáculo nocturno de ilusionismo en el Teatro Museo El Rey de la Magia. Una cohorte de soldados romanos animaba a entrar en el Museo de Arqueología y participar en los talleres. Encontrártelos por Montjuïc era como dudar de que ibas sereno. En Cosmocaixa te invitaban a ver Saturno, que ya es plan.
El público se volcó en la convocatoria con verdadero entusiasmo. Vaya como prueba el largo tiempo que este enviado especial a la Noche de los Museos (siempre mejor a que a la Noche de los cuchillos largos o a la de San Bartolomé) hubo de pasar en la cola del Museo de las culturas del mundo. Es cierto que el rato permitía hacer interesantes amistades. Un trío de chicas rusas entretenía la espera bromeando con las caretas, a cambio yo no las desilusioné de su creencia de que hacían cola para el Picasso; luego todo fueron mohínes pero volvieron a animarse al descubrir que había un concierto de música india (del Shyam Sunder Quartet). Nos mecíamos todos en la cola con las lejanas notas de un sitar mientras avanzábamos lentamente por el patio y los accesos del museo, en un hermoso palacio gótico. Ávidos de experiencias museográficas los visitantes mirábamos a todas partes, entretenidos con los dispositivos de recuperación cardiaca y las descargas de los lavabos. Tuvo gran éxito y alivió la espera una vitrina introductoria de marionetas de sombra de Java, con sus grotescos personajes como Togog y Butaterong (como ven lo aprendimos todo). El público era variadísimo, muchas parejas jóvenes, grupos de gente madura, familias con niños, incluso en cochecitos, y algún extraviado que se creía que era la cola de un bar. Se aguardó en general con grandes paciencia y educación.
Entramos por fin tras más de media hora. Pero todos estuvimos de acuerdo en que merecía la pena. Los primeros fetiches y máscaras nos dieron la bienvenida. La noche se abría a la emoción de la exploración y a la gran panorámica de los continentes lejanos y las culturas exóticas. Había algo indefinible en el ambiente: la nocturnidad aporta un grado distinto a la percepción, la hace más reconcentrada e intensa, más excitante. Atravesamos salas que habrían encendido de felicidad el corazón de Lévi-Strauss, tan llenas de tótems y tabúes. Había mucha gente pero todo el mundo se comportaba muy civilizadamente. Es cierto que había quien iba a lo suyo: dos chicos muy guapos se acariciaban en la zona del tantrismo dando un nuevo sentido al término museográfico de interactividad. Guhyasamaja-Mañjuvara y su consorte Vidyahra parecían observarlos con simpatía envueltos en su propio abrazo múltiple de latón dorado.
El ámbito del Tíbet y el Nepal invitaba a tener un recuerdo emocionado y solidario por las víctimas del reciente terremoto, también por el patrimonio cultural destruido del cual las bellezas reunidas en el museo son un dramático recordatorio. Viajando en la noche por Java, Birmania, Nueva Guinea, Japón o Centroamérica, el tiempo pasó veloz. La gente se ensimismaba en una maravilla tras otra, aunque también había quien preguntaba si daban bocadillos. Al menos una persona entró con petaca.
A la salida, la calle de Montcada era aun hervidero de gente. El cercano Museo del Mamut estaba cerrado así que me dirigí a los ámbitos del museo de historia de Barcelona (MUHBA), que ofrecía muchas propuestas. Tras pasar un estupendo rato con un grupo de gente que hacía una visita guiada a las murallas (qué curioso encontrar gente serena interesándose por la arquitectura romana a las doce y media de la noche del sábado), me adentré en las entrañas de la vieja ciudad. Me recibió el relieve de una ménade que enseñaba un pecho, cosas supongo del horario. Las ruinas de la ciudad romana estaban repletas de visitantes y era una experiencia asombrosa deambular por ellas de madrugada escuchando las conversaciones –“¿sabías que en esas picas lavaban las túnicas con orina?”, “¡Jonás, que te he dicho que no te pierdas!”- , como si hubieran resucitado los viejos fantasmas de los ciudadanos.
En el vestíbulo del Palau Reial Major, un turista británico se cargó la valla de protección de la gran maqueta de la ciudad. Fue un incidente aislado y el hombre se disculpó mucho, aunque creó cierta tensión entre los guardias de seguridad, reforzados para la ocasión. A la salida, en la larga noche de los museos, la gente sonreía satisfecha. Y mientras los centros iban cerrando sus puertas, los visitantes se desperdigaban ahítos de cultura, emociones y cosas bellas.
Babelia
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