Gus van Sant irrita a sus fans y Nanni Moretti no conmueve
Conviven dos directores distintos en Gus van Sant. Tuvo un arranque espléndido militando en el cine independiente con Drugstore Cowboy, una de las mejores películas que se han rodado sobre la droga como forma de vida y de infierno. Siguió moviéndose en el cine experimental y al margen de los grandes estudios hasta que estos le llamaron. Acudió presuroso y se transformó en un director eficiente manejando grandes presupuestos en un cine con rasgos de autoría, pero muy respetuoso con las convenciones. La mala conciencia debía de turbar al chico rebelde que se había hecho rico integrándose en Hollywood ya que hace 12 años retornó a las películas muy personales y subversivas rodadas con cuatro dólares. La mayoría de la crítica le colocó en los altares y aseguró sentirse fascinada por Elephant, Last Days y Paranoid Park,que a mí me provocan algo parecido a la urticaria.
Pero Van Sant, al que le debe de gustar lógicamente el éxito comercial y los contratos que le permitan vivir como dios, retornó al cine de los estudios. Eso sí, exigiendo guiones con cierto interés y compromiso social, adaptándose a una narrativa que no tiene nada que ver con su revolucionaria vocación estética.
Se suponía que al hacer la programación, Cannes habría elegido una película del Gus van Sant transgresor, de las que él pretende sentir y amar; para los críticos, con pretensiones a la Palma de Oro. Pero no es así. Y juro que me divertí cantidad observando el pasmo, el desconsuelo, la ira y los abucheos de sus fans incondicionales al constatar avergonzados la traición de su ídolo.
En The Sea of Trees Van Sant cuenta el viaje sin pretensiones de retorno de un científico norteamericano a un frondoso y legendario bosque de Japón, elegido ancestralmente como el lugar idóneo para la gente que ha decidido suicidarse. El protagonista, del que nos irán contando en flash-backs metidos con calzador que se siente roto por la muerte de una esposa con la que compartió mucho tiempo de vino y rosas pero cuya relación se había tornado en problemática y triste en los últimos años, sufre inconsolablemente por su sentido de culpa y quiere decir adiós a todo en ese bosque en el que la leyenda asegura que flotan los espíritus, que los muertos conviven con los vivos. Pero allí conocerá a un japonés desesperado que ha intentado cortarse las venas, pero que herido y arrepentido busca una salida que no encuentra en ese bosque inexpugnable. El suicida yanqui demorará su trágica decisión ayudando a que su compañero de desgracia pueda seguir sobreviviendo.
El tono y el estilo del director despistan al principio. No está claro si está haciendo una de las películas que ama o es un encargo mercenario. La protagoniza el revalorizado Matthew McConaughey y Naomi Watts. O sea, que alguien ha invertido mucha pasta y quiere amortizarla. La historia de ese dolorido y solidario encuentro en el bosque de los presuntos suicidas se torna de forma progresiva excesivamente lírica, aparecen las ensoñaciones y los hados, la realidad y lo imaginado se confunden, el lenguaje apuesta por la blandura sentimental. Y el expectante y riguroso público se empieza a poner nervioso. El desenlace, con flores que nacen por capricho de los dioses y que encarnan el espíritu de los muertos, otorgando su perdón y su bendición al antiguo desolado, logra el ataque de nervios de los que esperaban subversión ideológica y vanguardia arriesgada. Por mi parte, la veo sin especial interés, reconozco que hay imágenes y diálogos sonrojantes, pero tampoco me irrita. Y, por supuesto, mi lado sádico disfruta a la salida viendo la estupefacción y la vergüenza ajena en los rostros de los admiradores de aquel artístico Van Sant que a mí me crispaba.
No es lo que fue
Otro que ya no es lo que fue en el prestigio festivalero es Nanni Moretti. Sigue despertando ciertas expectativas pero nada comparable al fervor que sintió la cinefilia hacia el Moretti de La misa ha terminado, Caro diario y La habitación del hijo. En Mi madre narra de forma entre introspectiva y tibia la crisis de una directora de cine que está rodando una película con temática social sobre la resistencia de los trabajadores a que la crisis se cebe con ellos y pierdan su curro. Su creatividad está amenazada por un actor norteamericano que la desquicia, por la crisis con su pareja, por su inseguridad artística y sentimental y fundamentalmente por la agonía de una madre ejemplar.
Todo está descrito de forma realista pero sin encanto, con sentimentalismo no subrayado. No otorga ni mucho frío ni mucho calor. Los momentos más divertidos aparecen en las secuencias de ese actor disparatado al que John Turturro interpreta con desparpajo y gracia. Y el sutil canto de amor filial en el desenlace puede tocar el corazón de bastantes espectadores. Pero lo que ocurre antes no apasiona. Moretti está demasiado contenido intentando reflejar la vida sin adornos, pretendiendo no convertir los sentimientos más íntimos en un espectáculo.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.