José Tomás torea al tiempo
La sustancia que sostiene al universo se vuelve mansa bajo su capote. El torero sabe clavarse como un cuchillo en el albero
Hay quien cree que José Tomás sale al coso a matar toros bravos. Pero vista su faena de Aguascalientes (México), a quien torea el maestro español es al tiempo. La sustancia que sostiene al universo se vuelve mansa bajo su capote. El torero sabe clavarse como un cuchillo en el albero y hacer que el toro, el público y, en ciertas ocasiones, la plaza misma gire a su alrededor. Eso sucedió, ni más ni menos, con los 504 kilos de pura aceleración del segundo toro, de nombre Pollo Querido. El matador tomó las manecillas del reloj y empezó a girarlas a su antojo. Inmóvil, en el centro del espacio, deconstruyó todo lo que se le venía encima. La tarde, el ligero viento y hasta los inmensos suspiros de la plaza quedaron sometidos a su campo magnético. Todo ello ocurrió, pero no fue su mejor día. Posiblemente nada supere a Nimes (2012), o sus antológicos tres primeros años; aún así, en Aguascalientes, el maestro demostró su capacidad de enfrentarse al pasado. Ahí mismo fue donde, hace un lustro, una cornada oscura y terrible, Navegante se llamaba el toro, estuvo a punto de matarle. Hicieron falta 18 bolsas de 200 mililitros de sangre para mantenerle a flote. Al salir del trance, José Tomás, un torero consciente de que es historia, habló para la posteridad: “Aguascalientes, de mi sangre bañé tu ruedo, de tu sangre llené mis venas”.
José Tomás, a cada pase, se acercaba más a su mito
Y el sábado volvió al mismo coso que le vio caer. Traje de oro y azul pavo, corbatín rojo. A la puerta, al bajar del coche, iba distraído, manso. Firmó autógrafos, se dejó llevar por sus amigos. Se pudo ver que el tiempo que tanto domina, también le pasa factura. Más enjuto, con las líneas del rostro marcadas, y un mechón cano recordándole las amarguras del toreo. Cuando salió al ruedo, José Tomás hizo un guiño a México. Su capote de paseo iba dedicado a la Virgen de Guadalupe. Luego, vino el arte. A veces, eléctrico; otras lento, parsimonioso, con el ritmo litúrgico de los grandes sacrificios. El toro podía embestir alocado, él le recibía con naturales a pies juntos, dos estatuas en movimiento. José Tomás, a cada pase, se acercaba más a su mito. A esa imagen del torero que convive con la muerte como con su aliento. Sin dejarse intimidar por el cuerpo a cuerpo, él y el toro se perdían en otra dimensión, muy lejos de Aguascalientes o Las Ventas. En un punto extraño que nadie es capaz en estos momentos de alcanzar.
Poco antes de empezar, ya lo había comentado a este periódico el sobresaliente, Víctor Mora: “Va a ser una locura, viene fuerte”. Pero más que fuerte, José Tomás llegó convencido de sí mismo. Y eso fue lo que derramó en la plaza. Sin ser su mejor faena, sin superar los días de gloria, ofreció un recital de sí mismo. Y como siempre, todos atisbaron, en algún momento, el filo de la tragedia. En la enfermería, ahí donde hace cinco años le vieron oscilar entre la vida y la muerte siguieron el curso de la tarde con los puños cerrados. “Que toree, pero con Dios delante”, masculló un traumatólogo. José Tomás no necesitó de ninguna divinidad. Le bastó con tomar el tiempo bajo su capote y hacerlo desaparecer de la vista.
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