Le Corbusier, humanista de pasado fascista
El Pompidou abre una gran muestra sobre el arquitecto, teñida de polémica por sus vínculos con el totalitarismo
Falleció hace cincuenta años ahogado en el mar, frente al refugio mediterráneo que había diseñado a su medida: una cabaña de 12 metros cuadrados a la que llamaba su “palacio” y donde se empeñaba en pasar sus vacaciones desnudo bajo el sol. Recibió un funeral nacional en el mismísimo Louvre y fue enterrado con su mujer Yvonne, antigua modelo monegasca, antes de ser erigido como el arquitecto más rupturista e influyente del siglo pasado. “El más revolucionario por ser el más insultado”, como dijo entonces André Malraux.
Medio siglo después de su muerte, el Centro Pompidou rinde homenaje a Charles-Édouard Jeanneret, alias Le Corbusier, con una nueva exposición que aspira a releer su obra sirviéndose de un nuevo ángulo. La muestra, que podrá verse en París hasta el 3 de agosto, pone el cuerpo humano en el centro del análisis, demostrando que la figura del hombre determinará su concepción del espacio y las dimensiones de su arquitectura.
De su juventud suiza a sus últimos suspiros en la Costa Azul, la exposición se apoya en 300 obras y objetos, de planos, esbozos y maquetas arquitectónicas hasta óleos, dibujos y esculturas, además de fragmentos de sus ensayos, poemas, fotografías y correspondencia personal. Presentado como un teórico visionario que marcó el paso a la modernidad, la muestra concluye que Le Corbusier cambió nuestra forma de vivir y abrió las puertas a una arquitectura humana o incluso humanista, pese a las críticas recurrentes respecto al supuesto brutalismo de su propuesta. “Lo humano siempre está presente en su arquitectura, empezando por sus planos. Al dibujar sus edificios siempre incluía un hombrecillo, que recordaba que el conjunto debía responder a las proporciones humanas”, apunta el comisario de la muestra, Olivier Cinqualbre.
Más tarde, transformaría a ese garabato en su célebre Modulor, escultórico dibujo de lo que consideraba un hombre de altura media (1,83 metros), que funcionaba a la vez como sistema de medición y gesto poético. “El Barroco no responde a ninguna regla, mientras que mi arquitectura es coherente, como lo es un organismo vivo. Es biológica […]. Existe en ella un soporte óseo, fuerza muscular y circuito sanguíneo”, dejó escrito Le Corbusier.
Esta completa retrospectiva, que responde a un exhaustivo e innovador análisis científico, se ha visto eclipsada por la polémica. Coincidiendo con este aniversario, un par de novedades editoriales aparecidas en Francia han decidido poner en duda la versión oficial y explorar sus ya conocidos vínculos con el movimiento fascista. Dos ensayos recién publicados —Un Corbusier, del arquitecto François Chaslin, y Le Corbusier, un fascisme français, del periodista Xavier de Jarcy— acusan al arquitecto de profesar un antisemitismo latente, ejercer un fascismo militante y apoyar implícitamente al régimen de Vichy, para el que llegó a trabajar.
Los nazis y la podredumbre
Si los vínculos de Le Corbusier con el fascismo musoliniano y el régimen de Vichy eran conocidos desde hace tiempo, pocos habían examinado hasta ahora la correlación existente con su propuesta arquitectónica y urbanística. Según afirma el periodista Xavier de Jarcy en su nuevo libro, Le Corbusier formó parte del círculo de Georges Valois, fundador del primer partido fascista francés en 1925, quien se apasionó por sus rascacielos de acero y cristal. “El fascismo es exactamente eso: una organización racional de la vida nacional”, dejó escrito ese líder. Más tarde, Le Corbusier colaboró con un movimiento patronal de ultraderecha y con distintas revistas filofascistas, en las que defendió “la limpieza” de las grandes ciudades, concepto que le obsesionaba y que abarcaba incluso una supuesta inmundicia humana. Le Corbusier reclamaba la expulsión al campo de los ciudadanos más pobres, a los que no dudaba en llamar “detritos”.
Cuando los nazis ocuparon Francia en 1940, Le Corbusier escribió una carta a su madre: “La derrota de las armas me parece una milagrosa victoria. Si hubiéramos ganado, la podredumbre habría triunfado y nada limpio habría podido subsistir”. Poco después se mudó a Vichy, donde permaneció un año y medio y fue nombrado en una comisión para la construcción y el urbanismo. Sin embargo, su reputación de bolchevique, heredada por haber construido un edificio en Moscú una década atrás, le persiguió hasta hacerle abandonar el lugar. Su visión de la educación también fue, cuanto menos, peculiar. “Las guarderías y escuelas pueden ser consideradas, parcialmente, acaballaderos para niños. Se trata de crear un entorno favorable a una verdadera selección y crianza”, escribió Le Corbusier.
La muestra en el Pompidou había apostado por no adentrarse en la cuestión, argumentando que ya la abordó en otra muestra organizada en 1987, pero ha tenido que rectificar ante las dimensiones cobradas por la polémica. El museo parisino ha anunciado que organizará un coloquio en 2016 para analizar el pensamiento del arquitecto en el contexto histórico de los años treinta, en colaboración con la Fundación Le Corbusier, que se ha dicho escandalizada por la polémica. “Nada de esto es nuevo. Su correspondencia está disponible desde hace más de veinte años”, ha dicho su presidente, Antoine Picon. “Durante un tiempo, admiró a Mussolini y viajó a Italia esperando encargos. Pero también repitió varias veces que no era fascista, y nunca estuvo tentado por el nazismo”.
Sin embargo, la versión de estos dos estudiosos difiere de la que hasta ahora se daba por buena, revelando cómo sus opiniones políticas pudieron incidir en su propuesta arquitectónica y urbanística. “La arquitectura es una puesta en orden. Cada uno bien alineado, en orden y jerarquía, ocupando su lugar”, dejó escrito Le Corbusier. “Solemos disociar sus ideas, su urbanismo y su arquitectura, cuando en realidad forma parte de lo mismo”, ha rebatido, por su parte, el arquitecto Marc Perelman, que en 1979 ya firmó un volumen que abordaba su atracción por el fascismo. También el filósofo Roger-Pol Droit se ha sumado al debate, subrayando “el culto del ángulo recto, el odio de la curva y del desorden, el gusto por la fabricación en serie y la estandarización” de los que hacía gala el arquitecto.
Tras la Liberación, el ingeniero Raoul Dautry, que había jugado a mantener la equidistancia durante la guerra, se convirtió en ministro de la Reconstrucción y le encargó la Cité Radieuse de Marsella, ciudad vertical compuesta por 360 apartamentos en 18 plantas, con servicios propios que garantizaban su autosuficiencia: una escuela, un restaurante, una librería, un hotel y distintas tiendas. “Sobre un fondo de amnesia generalizada, [el edificio] contribuirá a un milagro: la reconversión de un activista fascista en el mayor arquitecto del siglo XX”, denuncia De Jarcy.
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