Esos terribles vecinos españoles
Un libro rescata el costumbrismo anarquista del periodista Ramón Acín
Hay una imagen de Ramón Acín Aquilué (Huesca, 1888-1936) que lo muestra absorto con los brazos cruzados, sentado en una silla de madera y mimbre con la mirada hundida en su mujer, Conchita Monrás. Ella, con un traje blanco, tiene las manos apoyadas en las piernas y lo mira a él. Están en un rincón de su casa familiar de Huesca fotografiados por Ricardo Compairé en 1927. En medio de ellos hay una jaula, y dentro de la jaula, una pajarita de papel.
Acín era entonces el anarquista flaco que conservaba las patillas de la juventud y ella mantenía la belleza exhausta, quieta, en su rostro, como si se le hubiese congelado una parte amputada de la infancia. Se habían enamorado escribiéndose notas, aquellas que Ramón enviaba a Santo Domingo, 8, en las que la llamaba “chiteta” o “gitanilla”, y se casaron en casa de ella. Días antes había muerto la madre de Acín. Tuvieron dos hijas artistas, Katia y Sol Acín.
El documentalista Emilio Casanova recuerda que muchos años después de su muerte, en 1983, un chico catalán escribió a Katia recordando a su padre con una altura aproximada de 1,70. Hubo otro, Ramón Liarte, que había presentado a Acín en un mitin multitudinario, que lo recordaba aún más alto. Y, finalmente, Lorenzo Avellanas, hijo de un camarada de Acín en la CNT, lo evocaba casi un gigante. Acín era un hombre de muy baja estatura que no debía de pasar del 1,60. “Pero tienen razón todos”, dice Casanova.
“Yo, al escribir, no hago literatura; escribo sujetándome el hígado o apretándome el corazón”, dejó escrito
Ramón Acín fue periodista, pintor, escultor y pedagogo. La editorial Debate acaba de reunir casi toda su obra en los periódicos en un libro enorme y salvaje que abarca desde sus años más incendiarios hasta el dejarse ir a una madurez casi artística: Ramón Acín toma la palabra. Uno de sus primeros textos advierte sobre sí mismo lo que será su manera de estar en el mundo. “Odio todas las cosas, que las cosas todas tienen su lado odioso; las amo a todas, que todas tienen algo que las hace amables (…). El término medio en todo, donde están los horteras, los prácticos, los adaptados, me asquea; si alguna vez dejase de ser revolucionario, con la puntera de la bota metido en la anarquía, sería para irme a un monte, a vivir en una ermita y llamar, como el místico, al agua ‘hermana agua’ y al lobo ‘hermano lobo’. Soy español, y como si no fuese bastante esto para estar orgulloso, soy aragonés”.
Fue hijo de una familia acomodada que encontró a los 10 años la primera de sus vocaciones en la figura de Félix Lafuente, un profesor de dibujo y pintura recurrente en su vida. Solo dos años después, a los 12, se topó con Felipe Alaiz, su amigo para siempre. Alaiz escribe de él que en 1931, con la proclamación de la República, muchos de los exiliados de España se reunieron en Madrid.
Hablaron por los codos. Todos menos Acín tenían enchufes.
Acín fue el primero al que fueron a buscar cuando los sublevados tomaron Huesca
—¡Que diga algo Acín! —pidió Indalecio Prieto.
Levantose Ramón con aquella noble lentitud característica y aconsejó sencillamente:
—Adecentad las cárceles.
Casanova sabía por qué lo decía: conocía bien las cárceles, y las volvería a conocer varias veces después. Debate ha rescatado al periodista, y con él, una de las biografías más pasmosas y libres sajadas por los fascistas en la Guerra Civil. Son textos publicados en su mayoría en El Diario de Huesca, entre combativos, costumbristas y líricos. No se entienden sin su época ni sus ideales libertarios, ni el modo que tuvo de conducirse en la vida con su familia, siempre unos años por delante, en la más desaliñada tarea de buscar la felicidad por un camino propio. El último artículo de Ramón Acín se publicó el 14 de junio de 1936, tres días después de la muerte de su hermana Enriqueta, a la que quería con devoción. “Ha muerto mi hermana Enriqueta. Yo estoy admirado y loco como si la muerte la hubieran inventado anteayer”, empieza.
Faltaban dos meses para que él mismo muriese. Felipe Alaiz escribe: “Aragón tenía una vieja ciudad de muralla interior: Huesca. Capital de provincia propiamente dicha. Nido de burócratas y militares. Oficina de caciques y arbitristas. Instituto de segunda enseñanza. Allí estudiamos Ramón Acín y yo en años distraídos”. Víctor Pardo evoca en el libro la relación de Acín con Huesca, una relación que alterna el amor más exacerbado con la lucidez de encontrarse en una ciudad inmovilista y por tanto peligrosa (“esta ciudad de tercera y estas gentes de cuarta”, escribe Acín). Mariano Añoto llega a decir: “Ciudad ñoña, caciquil, burguesa, clasista, racista…”. Acín, según Pardo, nunca creyó que el fascismo mostrara su rostro más abyecto y “que los buenos vecinos de Huesca, a los que tan bien conocía y a los que saludaba a diario en la calle, pudieran llegar a perseguirle con saña y hacer de él la primera víctima del golpe militar en la ciudad”. “Esos terribles vecinos españoles”, zanjó Max Aub.
Ramón Acín fue al primero al que fueron a buscar cuando los sublevados tomaron Huesca. Era, según los informes policiales, “el jefe de los anarquistas” y “el extremista más peligroso de Huesca”. Él no debía de estar allí, sino veraneando en La Pobla de Montonés, Tarragona, pero escribió a un íntimo: “Da mucha pereza irse de Huesca”. Fue el tercer fusilado de la ciudad porque no lo encontraron antes. Se había agazapado en su casa junto a un zapatero, Juan Arnalda, que huyó un día antes. Hasta allí fueron sus asesinos, que comenzaron a torturar a Conchita, la pianista, la “chiteta”. Acín salió del escondrijo a enfrentarse con ellos. Lo fusilaron esa misma noche sin juicio. A su mujer la asesinaron dos semanas después junto a cien personas más. Les quitaron las propiedades y les condenaron a un olvido de más de medio siglo. No volvió a sonar el piano de Conchita Monrás y Ramón Acín.
“Yo, al escribir, no hago literatura; escribo sujetándome el hígado o apretándome el corazón”, dejó escrito.
Ramón Acín toma la palabra. Editorial Debate. Edición a cargo de Carlos Mas y Emilio Casanova. Fundación Ramón y Katia Acín. Precio: 30,90 euros.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.