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CRÍTICA | CLAN SALVAJE
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Los cuatrocientos mil golpes

Javier Ocaña
Un fotograma de 'Clan salvaje'.
Un fotograma de 'Clan salvaje'.

Si un hijo imposible de Eloy de la Iglesia formado en las técnicas del documental y amparado en una cinefilia militante con origen en los gustos más austeros y rigurosos del lenguaje cinematográfico filmara hoy día una película de quinquis a la deriva, probablemente se parecería mucho a Clan salvaje, segundo largo de ficción del francés Jean-Charles Hue. Una obra de diabólica aspereza, brutal carga eléctrica e infraestructura de cine de guerrilla que ilustra una noche de perros, muertos y desesperanza de un grupo de jóvenes pertenecientes a una tribu nómada; una jornada de gasolina en las tripas y cables de cobre de contrabando por venas que, al parecer, fue realmente experimentada años antes por el propio director y uno de sus protagonistas, intérpretes no profesionales que se colocan en la piel de una suerte de personajes que no son sino ellos mismos.

CLAN SALVAJE

Dirección: Jean-Charles Hue.

Intérpretes: Frédéric Dorkel, Jason François, Mickaël Dauber, Moïse Dorkel.

Género: drama. Francia, 2014.

Duración: 95 minutos.

Cámara en mano a apenas unos palmos de sus criaturas, vislumbrando su sudor, oliendo su miedo disfrazado de fiereza, saboreando su tragedia, Clan salvaje está filmada casi en todo momento en ligeros (o grandes) contrapicados que marcan las relaciones de dominio entre los chavales, la escalera de sometimiento en la que han sido (mal)educados desde tiempos inmemoriales, siempre al margen de la sociedad arraigada, esa a la que simplemente definen como "el mundo de los payos". Estos yeniches, que no gitanos, aunque con cierta semejanza en su esencia nómada, son retratados por Hue con sistemática cercana al documental, dejando traspasar a borbotones una violencia soterrada que inquieta incluso más que la explícita, que solo aparece en pequeñas dosis. Así, hasta un final donde la última generación, esa que aún puede salvarse de la destrucción, aunque sea a través de un cristianismo de corte evangélico, mira directamente a la cámara, como el crío de Los 400 golpes, interpelando al espectador sobre si cree que el milagro aún es posible.

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Sobre la firma

Javier Ocaña
Crítico de cine de EL PAÍS desde 2003. Profesor de cine para la Junta de Colegios Mayores de Madrid. Colaborador de 'Hoy por hoy', en la SER y de 'Historia de nuestro cine', en La2 de TVE. Autor de 'De Blancanieves a Kurosawa: La aventura de ver cine con los hijos'. Una vida disfrutando de las películas; media vida intentando desentrañar su arte.

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