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CRÍTICA | EL CAPITAL HUMANO
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Muerte de un ciclista

Valeria Bruni Tedeschi, en un fotograma de 'El capital humano'.
Valeria Bruni Tedeschi, en un fotograma de 'El capital humano'.

La muerte de un ciclista le sirvió a Juan Antonio Bardem, en la claustrofóbica España de mediados de los 50, para hurgar en la culpa burguesa y, al mismo tiempo, lanzar certeros dardos a la corrupción institucionalizada, los órdenes de poder cansados y las sociedades jerarquizadas, y apuntar a una cierta esperanza a través de la emergencia de una clase social capaz de dar forma a una nueva utopía. En la última y muy ambiciosa película del italiano Paolo Virzì –que demostró un gratificante conocimiento de su tradición cinematográfica autóctona en La prima cosa bella (2010) y lanzó un cierto jarro de agua fría con la muy banal Todo el santo día (2012)- la muerte de un ciclista vuelve a ser un funcional resorte narrativo para indagar en un determinado estado de la cuestión.

EL CAPITAL HUMANO

Dirección: Paolo Virzì.

Intérpretes: Fabrizio Bentivoglio, Valeria Bruni Tedeschi, Valeria Golino, Matilde Gioli, Guglielmo Pinelli, Fabrizio Gifuni, Gigio Alberti.

Género: drama. Francia-Italia, 2013.

Duración: 111 minutos.

Partiendo de la novela Human Capital del estadounidense Stephen Amidon, Virzì fragmenta su relato en tres capítulos, focalizados en otros tantos personajes, un prólogo y un epílogo, estableciendo vínculos probablemente involuntarios tanto con las estrategias narrativas scorsesianas –con el lejano eco de Malas calles (1973)- como con esa fértil veta de películas –del Pulp Fiction (1994) de Tarantino al 21 gramos (2003) de Iñárritu, pasando por el Viviendo sin límites (1999) de Doug Liman y el Crash (2004) de Paul Haggis- que han empleado un acontecimiento traumático –con frecuencia, un accidente de tráfico- como centro de gravedad de sus narrativas centrífugas y atomizadas. La estructura es, precisamente, una de las grandes libertades que se ha tomado el cineasta con respecto al original literario: no menos radical supone su decisión de sustituir Connecticut por Briganza y, en consecuencia, moldear la caracterización de los personajes en arquetipos verosímilmente italianos, pero que, al mismo tiempo, resultan pertinente y dolorosamente universales.

El noviazgo ya tocado de muerte entre una joven de clase media y un chico de alta cuna propicia un insidioso juego de espejos entre clases sociales, dominado por especuladores sin demasiada preocupación por los daños colaterales, tipos patéticos que arriesgan sus frágiles economías deslumbrados por quiméricos fondos de inversión y angustiadas esposas burguesas dispuestas a aliviar soledades y sentimientos de culpa comprando un teatro como quien se compra un bolso de Vuitton. La película reparte igualitariamente su vitriolo entre todas las clases sociales –incluso el humilde tío que cuida al personaje más desamparado de la función recibe lo suyo-, pero contrapuntea su ferocidad con un particular cuidado, atravesado de clara empatía, en la definición de sus personajes principales. Es una lástima que el desenlace opte por matizar ligeramente la contundencia de este inclemente retrato coral regido por la ensimismada crueldad de los tiempos.

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