Cenizas mortales
Este libro tiene la ventaja de que, como lo firma un ‘outsider’, no provoca envidias
Si tienes la mala suerte de que un amigo tuyo publica un libro, reza para que sea malo. Si es malo, no hay problema. Vas a decirle que es lo mejor que has leído desde Claros varones de Castilla de Fernando del Pulgar. Es imbatible.
La catástrofe es que el amigo escriba un libro bueno o muy bueno. En ese caso, estás perdido, tendrás que decirle la verdad y eso creará entre vosotros una muralla infranqueable porque estará persuadido de que le mientes.
Eso es exactamente lo que me ha sucedido. Uno de mis mejores amigos ha publicado un libro muy bueno y mi único recurso es decirlo públicamente para que entienda que no le estoy mintiendo. Me juego el prestigio y el sueldo sólo por amor a la verdad.
Dificultad añadida: mi amigo no pertenece al gremio literario, sólo ha ejercido de editor, eso sí, uno de los mejores de España, pero nada le delata como escritor. Es como si publicara un relato excepcional un fabricante de aceite para automóviles. Un aceite muy bueno, desde luego, pero en absoluto puerta de la gloria literaria.
¿Cómo puede haber escrito un libro tan bueno alguien que no es del oficio? Quizás por eso. El asunto del libro, su argumento repartido en seis relatos a cual más escalofriante, es la Gran Dama Amarilla, la muerte, pero no la muerte en su sentido policíaco, que da dinero, sino la muerte de las personas amadas, respetadas y admiradas. La muerte normal, la nuestra, que no da un duro.
Manuel Arroyo, el mítico fundador de la editorial Turner entre otras cien actividades, ha querido pensar seriamente lo que representó para él la ausencia de algunas personas que no deberían haber muerto y los ha retenido el tiempo de leer Pisando ceniza. El primer muerto es un librero de viejo que vive en una madriguera ratonil, pero es un bibliófilo sin par. Con el tiempo Arroyo se convertirá en su discípulo y llegará el día en que el personaje de aspecto miserable le abra la cámara acorazada en donde guarda ediciones cada una de las cuales puede hacer millonario a su poseedor. Es como un cuento de hadas.
Viene luego un torero para contarnos de un modo milagrosamente convincente cómo son los tratos artísticos de los matadores con una muerte de 500 kilos. Después, un célebre poeta español republicano recorre diversos países, para acabar muriendo en el País vasco en una agonía espeluznante porque “no tiene dónde caerse muerto”. En el siguiente relato los borrachos de un pueblo se reúnen para enterrar a otro de la pandilla y asistimos a veinte horas de vino y conversaciones transcritas por un oído implacable. En los dos últimos mueren un hermano y la madre del narrador. Son relatos terribles, augustos, de gran nobleza, en los que el lector tiembla. Puede parecer un libro fúnebre, pero no lo es. La distancia, el estoicismo, la elegancia con que está tratada esa experiencia insoportable que es la aniquilación, soslaya cualquier efecto sensiblero o sentimental. La muerte está ahí delante, pero paralizada mientras el narrador la mira a los ojos. Es como si la experiencia del torero hubiese encarnado en un maletilla muy peculiar. Arroyo mantiene a la muerte en el tercio que le interesa.
Este libro excepcional tiene la ventaja de que, como lo firma un outsider, no provoca envidia. Así que es posible que alguien más lo lea con temor y temblor. Así lo espero.
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