Lassnig, una integridad obstinada
Vigorosa precursora de muchas corrientes, la artista vienesa pasó toda una vida de peregrinaje por su propio cuerpo, representándose en el placer, la lucha o el tormento
Maria Lassnig murió hace poco menos de un año en Viena, a los 94 años. Fue una de esas raras artistas europeas —como Eva Hesse, como Carol Rama— cuya obra podía ser alternativamente frágil e indomable, informe y marcada, metafísica y real. Toda una vida de peregrinaje por la geografía de su propio cuerpo la preparó para enfadarse de ese modo. Sus autorretratos son de una integridad obstinada, paradójica consecuencia del sentimiento que la invadió tras despertar del sueño adolescente: “Entonces mi espíritu se dio cuenta de hasta qué punto le obstruía y le estorbaba mi cuerpo, hasta qué punto evitaba cualquier tipo de continuidad. Había crecido con la dualidad del cuerpo y la mente, y no fue un afán de renacimiento surgido en mi cuerpo lo que me indujo a utilizarlo como medio de representación, sino más bien lo contrario”. La carcasa donde Lassnig se alojó fue su realidad más cruel y la que la condujo a abandonar la pintura de paisajes para (auto)representarse con colores luminiscentes, nada sombríos, en el placer, la lucha o el tormento.
Lassnig tuvo un reconocimiento tardío. El Estado austriaco le concedió su primer gran premio, en 1988, pocos años después de ser nombrada profesora en la Escuela de Artes Aplicadas de Viena, la primera mujer en lograr ese puesto. En 1998 obtuvo el Oskar Kokoschka y cuatro años más tarde el Rubens. En la última edición de la Bienal de Venecia, el jurado la distinguió con el León de Oro a toda su carrera artística. Es sorprendente lo misterioso que puede ser su trabajo, y una tiene la impresión de que el secreto definitivo no está al alcance de la oficialidad ni el aplauso, pues la suya es una pintura ejecutada no sólo contra las imágenes limitadoras conferidas a las mujeres por el arte patriarcal, también contra la naturaleza coercitiva implícita en ese canon. Su mismo “exceso de estilo” —contra el que luchó— declara su compromiso con los procesos personales de la pintura y su recepción. Los desnudos femeninos —esbozos casi abstractos o en contrapposto, como si quisieran escapar de las limitaciones del marco— son testimonios que sólo pueden leerse mediante las secuencias temporales de un argumento siempre en bucle. Lassnig invita al espectador a experimentar la interioridad del otro/ella. Sólo por esa razón es una precursora vigorosa de tantísimas artistas que por razones de mercado o de “multiculturalidad” han encontrado rápido acomodo dentro la plástica contemporánea.
La carcasa donde se alojó fue su realidad más cruel, y la condujo a abandonar la pintura de paisaje para (auto)representarse
La exposición de la Fundación Tàpies no sugiere que Lassnig se haya interesado jamás por algo más que la supervivencia de su “yo emergente”, es decir, la conciencia de la identidad como sujeto y como objeto fragmentado. Lo vemos en la selección de sus cuadros de los sesenta y, sobre todo, en la serie de pinturas y acuarelas que realiza a partir de los setenta, cuando decide instalarse en Nueva York para escapar del asfixiante ambiente cultural de su país. En ellas es donde mejor transmite las emociones y sensaciones corporales mediante el color y la representación de objetos que le permiten duplicarse, como el espejo, pero que no le devuelven el reflejo, ni siquiera la máscara. En su lugar vemos vacío, cuando no animales, máquinas o alienígenas.
Junto al material de su archivo personal (escritos, manifiestos, fotografías), son especialmente valiosas las películas de animación, como Self-Portrait (1971) y La balada de Maria Lassnig (1992), donde la distancia es, definitivamente, su fuente de consuelo.
Maria Lassnig. Comisariada por Hans Werner Poschauko y Laurence Rassel. Fundación Antoni Tàpies. Aragón, 255. Barcelona. Hasta el 31 de mayo.
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