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CRÍTICA | ELECTRIC BOOGALOO
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La casa del delirio

Menahem Golan (derecha) y Yoram Globus, en La Croisette de Cannes.
Menahem Golan (derecha) y Yoram Globus, en La Croisette de Cannes.

Por extraño que parezca, Jean-Luc Godard y Chuck Norris tuvieron algo en común. También John Cassavetes y Dolph Lundgeen. Todos ellos estuvieron, en algún momento, en la nómina de Cannon Films, la productora que utilizaron los primos hermanos de origen israelí Menahem Golan y Yoram Globus como peculiar caballo de Troya para conquistar Hollywood. El primero, que había velado sus armas como escudero de Roger Corman, se había convertido en uno de los más reconocidos directores de cine popular en su país de origen. En el tándem, Globus era el hombre de las finanzas. Juntos construyeron un sueño barroco y delirante, que el documental Electric Boogaloo convierte en recital incesante de anécdotas explosivas, olvidándose de sumar el necesario contrapunto de una cierta lectura crítica del legado Cannon, porque conviene subrayar que, más allá de las operaciones de prestigio como Corrientes de amor (1984), el King Lear (1987) de Jean-Luc Godard y El tren del infierno(1985) de Konchalovsky, no todo lo que salió de esa casa fue la bazofia que, por puro efecto de acumulación, parece sugerir el documental.

ELECTRIC BOOGALOO

Dirección: Mark Hartley.

Documental

Género: Historia del cine. Australia, EE UU, Israel, Reino Unido, 2014.

Duración: 107 minutos.

Sin ir más lejos, carreras como la de Tobe Hooper alcanzaron inesperados picos de creatividad en el seno de esa compañía tan afín al exceso y al desbordamiento. El documental se convierte, así, en una fiesta irresistible, llena de ritmo y estímulos espectaculares, pero demasiado consagrada a burlarse sin tacto de sus supuestos homenajeados.

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