Sobre cerdos y ranas
De mujeres perversas o impuras, casi siempre imaginadas por hombres, está llena la literatura, desde nuestra madre Eva en adelante
Ya fuese por serendipia, “sincronicidad” (C. G. Jung) o por cualquier otra manifestación de aquel azar objetivo que tanto valoraban los surrealistas, lo cierto es que vine a enterarme por boca de Rajoy de que el PP tenía por fin dosh magnificash candidatash (al Ayuntamiento y a la Comunidad de Madrid) el mismo día en que se celebraba a la mujer trabajadora. Pero nada es casual y, como se sabe desde el Romanticismo (casi), todo lo que sucede brota de la fuente profunda del destino. Menudas dos, me dije. La primera, Esperanza Aguirre, ya está convocando a sus votantes mientras agita sus encantos conservadores, realzados por ese halo de independencia del que presume (“soy una maverick”, asegura); por alguna deformación de mi conciencia me recordó a Anita Ekberg, mojada hasta los tuétanos en la Fontana de Trevi, llamando lánguidamente a un entregado Mastroianni: Marcello, come here. La segunda (Cristina Cifuentes), cuyo estilo de gobernanza es calificado por los medios de la derecha (es decir, casi todos) de “puño de hierro en guante de seda”, me recuerda más bien a una iron maiden (doncella de hierro) medieval, un instrumento de tortura con forma de mujer cuyo molde de acero estaba interiormente provisto de centenares de afiladas cuñas que desgarraban el cuerpo de los condenados; la primera vez que tuve noción de aquel infame dispositivo de “purificación por el dolor” fue en El péndulo de la muerte (The Pit and the Pendulum, 1961), una película de Roger Corman (guion de Richard Matheson sobre cuento de Poe) en la que la víctima era la inolvidable Barbara Steel, condenada al suplicio de la maiden de acero por aquella Inquisición reelaborada y ultra gore que ha fascinado a la imaginación “gótica” desde la Leyenda Negra. Fue, pienso, justicia poética de la divinidad (que nunca ha ocultado sus simpatías por la derecha) que ambas damas salieran a la palestra electoral el día de la mujer, mientras aún no se había apagado el ominoso eco del coro que celebraba la ordalía de un presunto maltratador futbolero (“no fue tu culpa, era una puta, lo hiciste bien”) y centenares de mujeres españolas comenzaban su día con la insoportable aprensión de si sería el último de su existencia, gracias al “cariño” de quien tanto las quiere y tanto las maltrata. De mujeres perversas o impuras, casi siempre imaginadas por hombres, está llena la literatura, desde nuestra madre Eva en adelante. Ahí tienen, sin ir más lejos, a Godelive, la conturbada reina de La mandrágora, que fue repudiada por su esposo por haber dado a luz a una rana. De ese enigmático relato del parnasiano (y aficionado a drogarse con éter) Jean Lorrain (1855-1906), y que admite tantas interpretaciones como lectores, les recomiendo la estupenda y muy asequible edición —traducida por Alicia Mariño y Luis Alberto de Cuenca e ilustrada con las planchas originales de Marcel Pille— que acaba de publicar Reino de Cordelia. Me he prometido volver a leerla si alguna de las dos damas arriba citadas consigue llevarse el gato —quiero decir: la rana— al agua.
¡Cerdos!
El tremendo espectáculo de centenares de cerdos ahogados durante la última crecida del Ebro me trae a la memoria al endemoniado gadareno (“me llamo Legión porque soy muchos”), a quien Cristo liberó, trasladando (¡ale hop!) sus espíritus malignos a la piara que se arrojó al lago (Lucas 8; 27-33). Además, la imagen televisiva de las pilas de cadáveres de los cochinos me llegó tras la reciente lectura de El cerdo (Confluencias), un breve ensayo de Michel Pastoureau, el medievalista francés conocido por sus estudios sobre el simbolismo de los colores (recuerden Azul, en Paidós, o Negro, en la extinta y añorada 451 Editores). El libro, subtitulado “historia de un primo malquerido”, nos introduce en la historia del cerdo, desde su temprano consumo humano en el Neolítico, cuando todavía vivía asilvestrado en torno a los poblados, hasta su cría industrializada de nuestros días, pasando por su esplendor en las cocinas del medievo. Pastoureau se apoya en autoridades literarias, en ejemplos artísticos y en datos de las ciencias naturales y de la antropología para trazar la compleja relación de los hombres con el cerdo, un animal imprescindible en la alimentación cotidiana de millones de personas y que, sin embargo, constituye un tremendo tabú para los creyentes judíos y musulmanes. Alimento a la vez celebrado y maldito, encarnación de la suciedad (“cochinadas”, decimos), de la glotonería y de la lujuria en los infiernos medievales (El Bosco representaba con su imagen a las monjas lascivas), la historia natural y cultural de los gorrinos nos habla de nuestra propia evolución como seres humanos. Un libro que, como todos los de Pastoureau, cumple sobradamente el viejo objetivo de instruir deleitando.
Espías
La historia de Kim Philby (1912-1988) y de su círculo de agentes dobles a sueldo de la Unión Soviética ha sido contada tantas veces y de modo tan diferente —en novelas, ensayos, memorias y multitud de testimonios— que ha terminado por convertirse en uno de los argumentos privilegiados de la literatura de la segunda mitad del siglo XX. Ben Macintyre vuelve ahora en Un espía entre amigos (Crítica) a ese inagotable filón que es Philby y su lealtad al comunismo, la misma que le llevó a traicionar a su país y a su clase, para terminar refugiándose en la Unión Soviética en 1963. Y lo hace en un ensayo imaginativo (y muy documentado) a partir de la relación del antiguo alumno del Trinity College con Nicholas Elliott, uno de aquellos señoritos que querían ser espías y al que Philby también acabó traicionando. Por sus páginas desfilan los actores de un drama que, como casi todos, se basó en un malentendido: el de la amistad cuando se ve confrontada a lealtades políticas. Si les apasiona la historia de los “cinco de Cambridge” y, sobre todo, de su miembro más carismático, no se pierdan este libro.
Coda rica
Acabo Hombres buenos (Alfaguara), la última novela de la alegría de los libreros (Arturo Pérez-Reverte), preguntándome por enésima vez qué les da Paco Rico a los académicos para que algunos lo estén convirtiendo en uno de los personajes reales (aunque quizás no lo sea tanto) más redundantes de la ficción española. La docta casa, antes de la crisis tan circunspecta, quizás precise —además de pelas— de más mano dura y menos guiños de ojo para consumo interno. En todo caso, pienso remitir a don Darío Villanueva, su flamante director, un plan para impedir el asesinato del rico neopetrarquista, una posibilidad que se desprende del making of de la propia novela de APR. Mientras tanto, sugiero al profesor que olvide por una temporada su ficticia existencia en Sant Cugat (donde terminarán bautizando una calle con su nombre en reconocimiento a su indudable atractivo turístico-cultural) y se pase él también a la ficción de verdad para contarnos su propia historia de intrigas académicas. Y con asesinatos incluidos: sugiero, por ejemplo, los de los usufructuarios de los sillones T y R (mayúsculas, por favor).
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