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Crítica | Agujas y opio
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Los soliloquios de Orfeo

Robert Lepage ha elevado el arte del soliloquio a otra categoría. Estrenado en 1991, Agujas y opio es un falso solo de raíz autobiográfica

Javier Vallejo
El actor Marc Labrèche, en 'Agujas y opio', de Robert Lepage.
El actor Marc Labrèche, en 'Agujas y opio', de Robert Lepage.Nicola Frank Vachon

Teatro de efectos visuales prodigiosos, de insólitas mutaciones escenográficas (que entronca con las hoy olvidadas comedias de magia), articulado en torno a una historia íntima, con un elenco mínimo. Robert Lepage ha elevado el arte del soliloquio a otra categoría. Estrenado en 1991, Agujas y opio es un falso solo de raíz autobiográfica, articulado en torno al viaje que Robert, actor quebequés, hace a París para poner su voz a un documental sobre el concierto que Miles Davis ofreció allí en 1949, preludio de su fulgurante relación sentimental con Juliette Gréco.

El espacio de la representación es un cubo, elevado en medio del escenario, cuya cara frontal, abierta al público, deja ver la habitación del hotel donde se instala Robert, el estudio de grabación, la sala de conciertos o las calles por las que el trompetista deambuló tras usar el opio como sucedáneo del amor, espacios todos ellos que aparecen y se desvanecen como por ensalmo, mientras el cubo, girando sobre su eje en el plano horizontal y en el vertical, obliga a Marc Labrèche (intérprete de Robert) y al acróbata Wellesley Robertson III (un Miles Davis que no abre la boca) a guardar un frágil equilibrio sin perder el norte de su recorrido dramático.

Agujas y opio

Autor y director: Robert Lepage. Intérpretes: Marc Labrèche y Wellesley Robertson III. Luz: Bruno Matte. Escenografía: Carl Fillion. Madrid. Teatros del Canal, del 7 al 10 de marzo.

Lepage entrevera tiempos y lugares como en un sueño o en una ensoñación inducida por narcóticos: tan evanescente es la habitación del hotel (con el suelo en pronunciada pendiente y una puerta que parece pintada) como las lucubraciones de Robert sobre los amores de Davis con Gréco. Mediante su cubo mágico, Lepage nos ofrece por medios puramente teatrales planos y contraplanos, picados y contrapicados, aunque también fusione la imagen real con filmaciones, infografías y fotogramas.

Como La cara oculta de la luna y Proyecto Andersen, Agujas y opio habla, en el fondo, de la soledad profunda del hombre en las ciudades, rodeado de gente que le es del todo ajena, agarrado a su trabajo como un náufrago, sensación esta acentuada por el hecho de que el protagonista tenga a sus interlocutores siempre fuera de campo (al teléfono, al otro lado del cristal de la cabina de grabación…): ni les vemos, ni les oímos. Son pura ausencia. Robert está metafísicamente solo y su intérprete también, pues no comparte escena alguna con el huidizo acróbata negro. La elección persistente que Lepage hace del solo como género dramático, determina el contenido: el medio es el mensaje.

Labrèche se biloca en el papel de Cocteau, para leernos, sobrevolando el escenario cual Fausto prendido por Mefistófeles, fragmentos de su Lettre aux américains (Carta a los estadounidenses), que el director quebequés pretende sirvan como marco de una reflexión de más calado sobre lo que va de la época de Davis a la nuestra. La factura del espectáculo es impecable: el protagonista le imprime hondura a su labor sin que se note el esfuerzo que ha de hacer para mantener la vertical en un espacio inestable y mutágeno. La felicidad sería completa, si todo ello estuviera al servicio de un tema de mayor alcance.

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Sobre la firma

Javier Vallejo
Crítico teatral de EL PAÍS. Escribió sobre artes escénicas en Tentaciones y EP3. Antes fue redactor de 'El Independiente' y 'El Público', donde ejerció la crítica teatral. Es licenciado en Psicología, en Interpretación por la RESAD y premio Paco Rabal de Periodismo Cultural. Ha comisariado para La Casa Encendida el ciclo ‘Mujeres a Pie de Guerra’.

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