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crítica | kingsman
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Al servicio secreto de su obviedad

Es un ejercicio de pirotecnia cínica, sin un verdadero compromiso con sus supuestas fuentes

Colin Firth y Taron Egerton, en una imagen de 'Kingsman'.
Colin Firth y Taron Egerton, en una imagen de 'Kingsman'.

En el momento más forzadamente autorreflexivo de Kingsman, libre adaptación de la serie de historietas de Mark Millar (guion) y Dave Gibbons (dibujo), Samuel L. Jackson (villano) se queja del exceso de gravedad que estropea la diversión en las nuevas películas de espías. Un lamento por ese sentido del exceso que culminó y tuvo su canto del cisne en Muere otro día (2002) de Lee Tamahori -un Bond con coches invisibles, villanos con incrustaciones diamantinas y palacios de hielo- para ser sustituido por el monocromo –y, para este crítico, tedioso- hiperrealismo de la saga Bourne.

KINGSMAN

Dirección: Matthew Vaughn.

Intérpretes: Colin Firth, Taron Egerton, Samuel l. Jackson, Mark Strong, Michael Caine, Sofia Boutella, Mark Hammill, Jack Davenport.

Género: aventuras. Reino Unido, 2014.

Duración: 129 minutos.

Matthew Vaughn expresa así, por boca del villano, el territorio ideal a reconquistar, pero no repara en las contrapartidas de forzar aquello que, en los tiempos locos del género, surgía de forma natural. Kingsman es, básicamente, un ejercicio de pirotecnia cínica, sin un verdadero compromiso con sus supuestas fuentes: un juguete de transgresión inocua, una lección práctica de subtarantinismo mal asimilado… una película, en suma, que ni siquiera cree en sí misma y que pone de manifiesto que tanto Vaughn como Millar –que ya se encontraron en la también insuficiente Kick-Ass (2010)- se sienten tan cómodos con sus respectivos ingenios como para plantearse muscular su potencialidad para el genio (o para el trabajo con algo más que vocación de impacto efímero). La tosquedad con que está rodada la secuencia más impactante –la de la iglesia- y el hecho de que la supuesta provocación del clímax adopte forma (literal) de castillo de fuegos artificiales lo dice todo. Aquí no se recupera la fuerza dionisíaca del género: sólo se simula, al servicio de la obviedad.

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