Despedida
Alguien me convenció con fundado entusiasmo hace muchos años de una misión que me parecía arriesgada. Me pedía que leyera la obra de un neurólogo llamado Oliver Sacks. Y empecé con miedo. Cuando he intentado leer filosofía pura y otras elevadas materias del espíritu y de la ciencia, solía perderme, aburrirme, no entender. Culpa de mis limitaciones mentales, por supuesto. Con Sacks, la fascinación y la inquietud fueron inmediatas. También duraderas. Voy a releer aquellos libros que me hipnotizaron: El hombre que confundió a su mujer con un sombrero y Despertares.
Ese señor que tanto sabe de las cosas que le pueden ocurrir al cerebro y al alma, se despedía del mundo, de sus lectores, de sus seres amados, de sí mismo, con un artículo antienfático, muy hermoso, emocionante, que reproducía ayer este periodico. Le quedan unos meses para irse. Nada en ese memorable texto tiene desperdicio. Confiesa su lógico miedo ante el final, pero también su gratitud ante muchas cosas que le regaló la vida, como querer y haber sido querido.
Y en un momento determinado logra arrancarme una sonrisa, que se transforma en carcajada. Es cuando afirma: “De pronto me siento centrado y clarividente. No tengo tiempo para nada que sea superfluo. Debo dar prioridad a mi trabajo, a mis amigos y a mí mismo. Voy a dejar de ver el informativo de televisión todas las noches. Voy a dejar de prestar atención a la política y a los debates sobre el calentamiento global. No es indiferencia, sino distanciamiento”.
En mi caso, últimamente no hay distanciamiento, sino algo cercano a la náusea, al ataque de alergia, a la grima. No es una sensación nueva, pero en alguna época podía divertirme en la política su permanente condición de farsa, poblada mayoritariamente por actores y actrices cochambrosos soltando parlamentos huecos y sin desviarse jamás de un guion tan mentiroso como pesado. Lo paradójico es que siempre dispusiera de público. Otorgándole veracidad a la sentencia de Valéry: “La política es el arte de evitar que la gente se preocupe de lo que le atañe”. ¿Qué sienten los parados, los chavales que ya cumplieron los treinta sin encontrar curro, los que no pueden esperar nada de nadie? Imagino que un instinto homicida cada vez que les hablan de política los que viven de ella.
Babelia
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