El colorido de la muerte
El filme animado, producido por Guillermo del Toro, se inspira en el folclore mexicano
La virtud de salirse del sendero, de dejar de caminar por el inexpugnable camino de baldosas amarillas. Intentar ser único, y no uno más. Riesgo, aun a costa del batacazo. O quizá no. El libro de la vida inspira esta retahíla de reflexiones al abandonar los modelos de animación habitual, eso de intentar imitar a Pixar o a DreamWorks o a Disney o a las princesas de siempre o a los cuentos tradicionales o a los animales parlantes o a Ghibli. La película, con financiación estadounidense, de Fox, pero de esencia eminentemente mexicana, dirigida por Jorge R. Gutiérrez, nacido en Ciudad de México, criado en Tijuana y formado artísticamente en EE UU, y producida por Guillermo del Toro, hunde sus raíces en el folclore y las tradiciones del país azteca, en su música, en su día de los muertos, en su colorido y en sus diseños. Y lo hace a través de un esplendoroso haz de luz y color que, aunque no convenza del todo en cuestión de ritmo y de narrativa, más por falta de control que por tedio, acaba contagiando con su espíritu de cuento intemporal para las nuevas generaciones alejadas de la tradición oral.
EL LIBRO DE LA VIDA
Dirección: Jorge R. Gutiérrez.
Género: animación. EE UU, 2014.
Duración: 95 minutos.
Con animación digital en tres dimensiones, pero con modelos de personajes que simulan ser marionetas de madera, incluso con sus goznes a la vista, y movimiento de apariencia cercana al stop-motion, El libro de la vida destaca por sus preciosos diseños y por el derroche de color, con lúcidas aportaciones, quizá un tanto sacadas de contexto pero libérrimas, caso de esas narices picassianas que se salen de los rostros. En cuanto a la narrativa, en la que a veces se confunde el ritmo con la prisa, domina el conjunto el folletín clásico de triángulo amoroso convencional (dos chicos enamorados de la misma chica), en el que la naturaleza de los caracteres masculinos no es desde luego un prodigio de modernidad (un torero y un militar repleto de medallas), pero que se complementa con un agradecible subtexto asentado en la individualidad de los jóvenes al margen del mito de los padres.
Y aunque no sea lo mejor del conjunto, que sin duda son sus diseños, el apartado musical requiere explicación aparte porque su presencia es esencial, y ahí la figura de Gustavo Santaolalla se impone, como artífice y como mente pensante, con una abrumadora selección de temas a la que es difícil encontrar cualquier coherencia (desde una ranchera en versión de Plácido Domingo hasta el pop de flequillo de One Direction, pasando por Guiseppe Verdi y Georges Bizet), pero que contiene sorpresas tan agradables como los interesantes sampleados de las notas de spaguetti western de Ennio Morricone para Sergio Leone, o la curiosa versión dulcificada del Creep de Radiohead cantada por un torero.
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