El prisionero de Guantánamo
Si lo que podemos leer en el libro de Mohamedou Ould Slahi es tan cruel e irracional, cómo será lo que se nos mantiene prohibido
A diferencia del paraíso, el infierno en la tierra es factible. Los seres humanos han creado con inventiva y eficacia un gran número de ellos. A partir del 11 de septiembre de 2001, el Gobierno de Estados Unidos, con el pleno apoyo del Congreso y de la inmensa mayoría de la población, fundó y alentó infiernos secretos en algunos de los países más siniestros del mundo, aliados de su fantasmal War on Terror, término que en sí mismo ya sugiere teología y apocalipsis más que lucha policial efectiva contra organizaciones delictivas. Las trampas y los circunloquios verbales son una parte necesaria de cualquier política inconfesable. Había al parecer una guerra, pero los sospechosos de terrorismo islámico no eran prisioneros de guerra, porque eso les habría otorgado ciertos derechos, según las leyes internacionales: eran enemy combatants, lo cual autorizaba a mantenerlos detenidos sin límite temporal ni garantías. Y como eran combatientes enemigos, no prisioneros ni delincuentes —a un delincuente se le juzga y se le condena, si es hallado culpable, en un proceso público—, podían ser entregados a las policías secretas de países que por ser menos civilizados practicaban sin reparo la tortura, en infiernos clandestinos bautizados como black sites. En el lenguaje infame de la época, la entrega de los prisioneros a esos países colaboradores se llamaba extraordinary rendition, que suena más aséptico, y lo que se les hacía no era en realidad torturarlos: tan solo se les sometía a enhanced interrogation techniques,“técnicas reforzadas de interrogatorio”, término que todavía suena mejor si, siguiendo la propensión administrativa a las iniciales, se le llama “E. I. T.”.
De todos los infiernos, el más populoso es el de la base de Guantánamo, en Cuba. Vislumbramos de lejos en los noticiarios a los fantasmas o muertos en vida que lo habitan: los uniformes naranja, las esposas, las celdas de aluminio y alambre espinoso.
No sabemos si la sonrisa puede durar en la cara de un hombre que lleva cinco años esperando que se cumpla la orden de un juez que decretó su libertad inmediata
Uno de ellos tiene ahora una cara, y un nombre. Se llama Mohamedou Ould Slahi. En la foto suya que distribuye la Cruz Roja es un africano delgado y sonriente. Pero no sabemos cuánto tiempo ha pasado desde que se tomó esa foto, ni tampoco si la sonrisa puede durar todavía en la cara de un hombre que fue detenido en el otoño de 2001 y que lleva cinco años esperando que se cumpla la orden del juez federal americano que decretó en 2009 su libertad inmediata. Fue también un juez el que forzó a las autoridades militares de Guantánamo, después de una batalla legal de seis años, a permitir que se pudiera sacar de la prisión el testimonio escrito en el verano de 2005 por Ould Slahi en su celda de aislamiento. El libro, Guantánamo Diary, salió hace unas semanas y es una narración arrebatadora y un escándalo, a pesar de que casi la mitad de sus páginas están compuestas por líneas tachadas. El Gobierno no tuvo más remedio que acceder a la publicación, pero las agencias de seguridad impusieron la censura. Las barras de tinta negra de los nombres y los detalles borrados, las páginas enteras que son una sucesión entrecortada de tachones negros, acentúan la vergüenza en vez de disimularla. Si lo que podemos leer es tan cruel e irracional e inaudito, cómo será lo que se nos mantiene prohibido. Queriendo atajar el testimonio, los responsables del abuso ahondan su oscuridad y certifican su propia vileza, la organizada vileza administrativa de los proveedores de infiernos.
Como terrorista, Mohamedou Ould Slahi es altamente improbable —en 14 años de interrogatorios y de investigaciones no se le ha acusado de ningún delito—, pero es más singular todavía como testigo. En 2001 tenía 30 años. Nació en Mauritania, en una familia religiosa y modesta. Era inquieto y muy listo, y consiguió estudiar ingeniería electrónica. Durante años estudió y trabajó en Alemania. Muy joven, en una época de fervor militante, había pasado un verano de entrenamiento guerrillero en Afganistán, justo en la época en la que las milicias islamistas disfrutaban de la protección y el soporte económico de Estados Unidos. Cuando volvió de Afganistán, Slahi se alejó del activismo político. A finales de los noventa emigró a Canadá, buscando una atmósfera más propicia para los emigrantes que la de Alemania. En octubre de 2001 voló de regreso a su país. Al poco de llegar recibió una visita de la policía. Querían que los acompañara a la comisaría para unas consultas de rutina. Le dijeron que llevara su propio coche, y así podía volver más rápido a casa, probablemente esa tarde, cuando terminara todo.
Todavía no ha vuelto. Lo esposaron y le encadenaron los pies, le vendaron los ojos, le pusieron unos tapones en los oídos, le taparon la cabeza con una capucha. Los policías mauritanos le dijeron que unos emisarios de Estados Unidos se interesaban por él. Le habían quitado la ropa y antes de ponerle un pijama naranja le ajustaron un gran pañal a la cintura. Hay una humillación particular para un adulto en tener que hacerse encima las necesidades. Lo llevaron a rastras a un avión y lo esposaron y encadenaron en un asiento. Pronto perdió el sentido de la realidad, el del paso del tiempo. Cuando el avión aterrizó, logró enterarse de que lo habían llevado a Jordania.
Lo interrogaron y lo torturaron durante ocho meses en una prisión de Ammán. Después lo hicieron subir a otro avión encadenado y esposado y con el pañal en la cintura y la venda y la capucha en los ojos y los tapones en los oídos y lo llevaron a la base militar de Bagram, en Afganistán. En ningún momento supo de qué lo acusaban. Al poco tiempo, después de otro viaje en avión, fue arrastrado por la escalerilla hacia la pista y notó el aire caliente y húmedo de la bahía de Guantánamo.
De todos los infiernos, el más populoso es el de la base de Guantánamo. Vislumbramos de lejos a los fantasmas o muertos en vida que lo habitan
Le introducían cubitos de hielo bajo el uniforme y se lo apretaban con correas. Lo dejaban sin comer ni beber agua durante muchos días y luego lo forzaban a comer hasta que vomitaba, y le hacían beber tanta agua que sentía que el vientre le iba a reventar. Durante 70 días seguidos no le permitieron dormir. Lo dejaban derrumbarse en una silla y derribaban la silla de una patada para que cayera contra el suelo. Se presentaban ante él con las caras tapadas por máscaras de Halloween. Torturaban a otros presos en las celdas contiguas para que él oyera los golpes y los gritos. Lo forzaban a mantenerse en pie una noche entera escuchando canciones de heavy metal a todo volumen. Lo obligaban a limpiar el retrete con su propio uniforme y a ponérselo luego. Le volcaban un cubo de agua sobre la cabeza y bajaban al máximo la temperatura del aire acondicionado hasta que lo veían sacudirse con tiritones convulsos.
Mientras tanto, Mohamedou aprendía inglés, prestando atención al habla de sus verdugos, incluso fijándose en las letras de las canciones que retumbaban en la celda. Le gustaba tanto leer que una vez que le dieron una almohada leyó con delectación una y otra vez las palabras de la etiqueta. Guantánamo Diary es un testimonio feroz escrito en un inglés insuficiente y jugoso, lleno de esas expresiones y giros que a los estudiantes aplicados les gusta tanto usar: es la voz desconcertante de un hombre que en medio del infierno no pierde la capacidad de observación y de ironía, la médula de su humanidad.
Guantánamo Diary. Mohamedou Ould Slahi. Editado por Larry Siems. Little, Brown & Company. EE UU, 2015. 432 páginas. 29 dólares (25 euros).
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