La realidad, el feo y el malo
Los novelistas, los guionistas, los dramaturgos, los cuentistas siempre presumieron de imaginación. Cualquier parecido con hechos reales —se decía— habría sido pura coincidencia. Ahora, sin embargo, ha cambiado la propuesta. Tanto novelas como películas o series de televisión se anuncian mediante el plus de hallarse basadas en historias reales. De hecho, las novelas o películas que despiertan más seguro interés son recreaciones, y no creaciones de la nada. Ser un autor autobiográfico fue un baldón. Hoy es un suplementario encanto.
En periodismo, podría parecer que sucede exactamente lo contrario. La información gana interés si se refiera a casos que llamaríamos novelescos, ya se trate de los envenenamientos de espías con polonio o enigmáticos suicidios como el de Nisman en Argentina.
En los libros buscamos detalles documentales descubiertos gracias a una adicional investigación, mientras en la prensa nos cautiva el interés por aquellos hechos extraordinarios (un tsunami, un volcán islandés, una plaga vírica) o de intriga (los extraños accidentes de aviación, los Bárcenas, las drogas contra el cáncer que hacen crecer el pelo) que parecen de novela.
En todos los supuestos, la sorpresa o el misterio se convierten en factores comunes de manera que, como ha escrito tanto Baudrillard o Sloterdijk, Edgar Morin o Virilio, el mundo y su representación han alcanzado un grado de confusión que hacen del observador parte del acontecimiento, y del acontecimiento la vida del espectador.
Las novelas y películas que despiertan más interés son recreaciones, y no creaciones de la nada
Mundo de ficción y mundo de realidad copulan con una lubricidad tan bien lubricada como saturada de emoción. La emoción, como creo que dijo Ghisu en Elogio de la indiferencia, es la estética de la noticia. Buena o mala, lo importante es que sea guapa, llamativa, porque día a día el ciudadano se ha hecho espectador y consumidor que, emotivamente, casi lo mismo da.
Las múltiples raciones de emoción que ahora se expenden, se contraponen a los vetustos dictados de la Ilustración, que por verdadera nutrición humana entendía raciones de razón. De esto hace tiempo que nos hemos desprendido como de un penoso e indigesto menú. La transparencia o la falta de pudor, la intuición o la falta de reflexión, el impacto o la falta de proceso conforman el fragmentario mundo de hoy.
Tan fragmentado que, falto de un sistema, hace difícil imaginarse el futuro con una estructura muy diferente de la actualidad.
Los viejos postulados utópicos comportaban un pensamiento progresivo hacia la consecución del “hombre nuevo”. Hoy, por el contrario, sin utopía el mundo carece de diseño integral. Esperamos, por ejemplo, que tras la crisis las aguas vuelvan a su cauce, pero la creencia es, en efecto, el efecto de un pensamiento que no sabe qué pensar.
Un reciente libro de James K. Galbraith, The End of Normal (Simon & Schuster, Nueva York, 2014) hace ver la inocente vanidad de esta perspectiva. Ni habrá, desde luego, pleno empleo, ni clase media, ni una prosperidad rampante, ni relativa igualación social.
Precisamente, las brutales desigualdades producidas en estos años han creado un panorama de barrancos crónicos e infernales.
Realmente, podría decirse que ni una Tercera Guerra Mundial reglamentaria habría sido capaz de dejar a su paso tantos destrozos estructurales para una reconstrucción futura y mejor. ¿Una visión apocalíptica propia de una novela de ciencia ficción? Más o menos. Desgraciadamente, cualquier parecido con la realidad será acaso todo menos una coincidencia.
Babelia
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