La ‘banlieue’ le echa teatro
Los escenarios del ‘cinturón rojo’ de París proponen una oferta llena de libertad y vocación social
En una vida pasada, Emmanuelle Béart corrió aventuras en la gran pantalla junto a Tom Cruise. En la presente, afronta otro tipo de misiones imposibles. En una sala municipal de la banlieue parisina, convertida en campo de baloncesto para la ocasión, la actriz representa Répétition, monólogo sobre la desintegración de una compañía teatral. Esta imagen se muestra en el Teatro de Gennevilliers, suburbio de tradición obrera y amplia población inmigrante, célebre ahora porque allí vivía Chérif Kouachi, uno de los hermanos asesinos de Charlie Hebdo.
Fundada en 1964 por Bernard Sobel, hijo espiritual de Brecht y gran figura del teatro francés, se trata de una de las salas con más prestigio en la efervescente escena de los suburbios de la capital francesa. Su fundación se enmarca en la llamada “descentralización dramática”, impulsada en la posguerra, cuando se creyó que la cultura lograría favorecer la cohesión social tras el cataclismo. Desde 1946, Jeanne Laurent, cofundadora del Festival de Aviñón y encargada de artes escénicas en el Gobierno, empezó a llevar el teatro a las provincias, pero también a la periferia de las grandes ciudades. Después, ministros como André Malraux y Jack Lang hicieron frente al mismo desafío: potenciar estas salas periféricas para acercar el teatro a las clases populares.
Hoy su prestigio se ha vuelto innegable. Para entender el mapa teatral parisino y su desbordante oferta hay que peregrinar de vez en cuando a estas salas más allá del péripherique, el bulevar de circunvalación que separa a París de sus suburbios. La calidad y el riesgo de sus programas completan la oferta de los teatros del centro, como la Comédie Française, el Odéon o el Théâtre de la Colline. La duda es si las salas periféricas siguen cumpliendo su función original o se han convertido en reductos para esnobs parisinos.
“Quienes aseguran que solo viene ese público se equivocan. Los lazos con este territorio forman parte de nuestro ADN”, responde el director del Teatro de Gennevilliers, Pascal Rambert. “No programo como un hombre blanco y culto que se dirige a espectadores menos blancos y menos cultos. Mi empeño es traer las mejores obras de los mejores artistas. Me digo que, si a mí me interesan, a los demás también les interesarán”. Desde que fue nombrado en 2007, Rambert se ha esforzado en estrechar esos lazos. Cada martes por la noche dirige cursos de escritura teatral con jóvenes de Gennevilliers y organiza sesiones a cuatro euros para el público de la ciudad. Además ha invitado a artistas internacionales como Daniel Buren o Nan Goldin a desarrollar proyectos con las asociaciones locales.
La calidad y el riesgo de sus espectáculos completan la oferta de las salas céntricas
Una decena de kilómetros al oeste, detrás del barrio de La Défense, se esconde otro teatro con pedigrí, Les Amandiers. Sito en Nanterre, en esa banlieue roja que sigue controlando el Partido Comunista, se convirtió en centro neurálgico del teatro en los ochenta. Su responsable, Philippe Quesne, sigue privilegiando la calidad y el riesgo. “Mi proyecto consiste en no ceder ni un centímetro en cuanto a exigencia, calidad y singularidad de los artistas”, explica. “El público francés nunca ha sido tan curioso. Las estrellas de hoy se llaman Romeo Castellucci o Angélica Liddell, que hace 20 años habrían sido marginalizadas. Salas como la nuestra permiten que emerja este tipo de talento”. En su programa figuran algunos de los grandes nombres de la actual escena francesa, como Robert Cantarella, Christophe Honoré, Boris Charmatz, Jérôme Bel o Vincent Macaigne, nueva estrella del cine de autor que ha logrado atraer a un público rejuvenecido.
Quesne recuerda haber visto por primera vez, en los noventa, a mitos vivientes como Robert Wilson o Peter Sellars en otra de estas salas suburbiales: la MC93 de Bobigny, que hoy sigue siendo de referencia. Otro gran nombre del teatro como Wajdi Mouawad (Incendios) empezó siendo artista asociado en una pequeña sala de Malakoff, al sur de París. “Los teatros periféricos son espacios de libertad, donde los artistas pueden trabajar con calma, perfilando su lenguaje artístico y estudiando su relación con la realidad, antes de dar el gran salto”, apunta Quesne.
A este planisferio cabría añadir La Cartoucherie, antiguo almacén de pólvora en pleno Bois de Vincennes, que alberga al Théâtre du Soleil, la cooperativa teatral fundada por la dramaturga Ariane Mnouchkine, que acaba de cumplir medio siglo. En su día, practicó un electroshock a la escena francesa con obras que atravesaban la cuarta pared entre intérprete y espectador, representadas por una troupe de edades, físicos y acentos varios. Todos sus integrantes siguen cobrando hoy exactamente lo mismo.
No hay que olvidar a La Commune de Aubervilliers, fundada en 1965 para potenciar un teatro reconciliado con la realidad en el territorio cambiante de los suburbios. Ni el Teatro Gerard Philipe de Saint-Denis, pegado al lugar donde estallaron los disturbios de 2005, cuando miles de vehículos fueron incendiados durante semanas, en protesta por la muerte de dos adolescentes, y los alcaldes llegaron a decretar toques de queda. Su entonces director, Didier Bezace, aseguró: “No aspiro a que los jóvenes que queman coches vengan al teatro. Pero los que vienen al teatro, por lo menos, no estarán quemando coches”.
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