La cultura y la muerte
La cultura es la mayor conquista de la mortalidad. O dicho de un modo edificante: “La muerte nos hace cultos”. ¿Reconfortados, pues, con ello? Claro que no. Así son de funerarias las cosas humanas con cultura o no. Sin muerte no habría cultura, pero... ¿seríamos inmortales llegando a ser radicalmente incultos? Tampoco. Morimos de todos modos, sabiendo más o menos, rezando menos o más. Lo único interesante de este baile cultur/tanático es el cambio de música que históricamente ha presidido esta íntima relación.
Siguiendo, por encima, un viejo libro de Zygmunt Bauman (Mortalidad, inmortalidad y otras estrategias de la vida, 1992), recientemente traducido por Sequitur (Madrid, 2014), la Humanidad habría vivido su muerte de muy diferentes maneras. Durante la época premoderna la muerte, como expuso Philippe Aries, se hallaba “domesticada”, naturalmente inscrita entre los enseres domésticos (Verdú. Anagrama, 2014).
Se moría en compañía familiar, se moría con la tribu del vecindario, se moría a granel con la peste, el cólera o cualquier sevicia que se llevara un pueblo entero al cementerio como un gran acontecimiento municipal más. Perder esta comunitaria manera de morir y enfrentarse a la muerte en solitario constituyó un trance durísimo con la llegada de la modernidad.
¿Qué ocurrió entonces? Pues que en plena dominación del mundo y su naturaleza, gracias al triunfo de la Ilustración, nada parecía resistirse a la razón, excepto —claro está— la sinrazón de morir obstinadamente. Frente a ello, sin embargo, fue ideada una estratagema que todavía persiste en nuestra actualidad. Bauman la llama “deconstrucción de la mortalidad” y su lema sería: “Ya que no podemos tragar el tremendo suceso de la muerte, troceémoslo”. Una enfermedad, un accidente de tráfico, un suicidio, un error médico, una mala pata, serían sus porciones.
No se moriría, pues, por ser sino por no haberse cuidado, por beber, fumar o conducir distraído. “¿De qué ha muerto?”, ha sido la interrogante clave hasta la reciente posmodernidad. No se moría sencillamente por ser sino por cualquier cosa que sobrevenía.
Todavía hoy compartimos esta “deconstrucción de la mortalidad” pero lo hacemos ya junto a la nueva fórmula que conlleva la “deconstrucción de la inmortalidad”. Con este último tratamiento se procura que cada momento no parezca derivado del anterior; que no haya, en fin, historia sino presentismo, ni tampoco proceso sino instantaneidad. Cada intervalo será intercambiable por otro y, como en la moda, todo lo que hoy parece vetusto volverá a ser cool unas temporadas después.
No hay una pareja para toda la vida con quien embolicarse hasta el fin sino muchas muertes amorosas que, a fuerza de repetirse, pierden valor trascendente y promueven la creencia de la inmortalidad romántica. Igualmente, en los medios, una noticia arrambla con la anterior, un sobresalto se sobresalta con otro y siempre, día a día, sigue habiendo una primera página.
Igualmente, todas las obras son ya tan primeras como reproducibles. Los originales nacen a la vez que las copias y los objetos cambian su veloz obsolescencia por la veloz innovación. La terrible espina del fin (fin espinoso) no se traga pero en su lugar aparece una elegante inmediatez, la fama o el best seller que anula a los anteriores, la pareja inaugural que disuelve a la otra, el trabajo o la residencia cambiante que hace creer en una vida lubricada e indefinida sin que nada le ponga la definitiva zancadilla para caer, de bruces, secamente, en la sepultura fatal.
Babelia
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