Metralleta Pinti
Me lo descubrió Pere Pinyol a finales de los ochenta. Acababa de volver de Buenos Aires, sacó un casete de su zurrón y me dijo: “Has de escuchar esto”. Escuché, pasmado. Le dije: “¿Va a la velocidad correcta?”. “Sí, el gordo habla así”. Él era Enrique Pinti, el gran Pinti. Y, sí, hablaba como una metralleta y disparaba contra todo lo que se movía, a diestra y siniestra. Stand-up literal (aunque entonces no se utilizaba aquí ese término: era “monologuista”), pero el término inglés me viene bien ahora: alguien que se levanta porque no puede más y rompe a hablar. ¡Y cómo rompía! Pensé en Irene, la canción de Caetano Veloso: “Quero ver Irene dar sua risada”. Alguien me contó que Irene no era una chica, como todos creíamos, sino la metralleta de un cançaceiro. Enrique Pinti, metralleta riente. Había hecho de todo, me contó Pinyol. Había escrito muchísimo, comedias, teatro infantil, incluso guiones de historieta (la serie El mono relojero) para la revista Billiken, y luego de televisión, y libretos para su amigo Antonio Gasalla, otro grande, hasta que se lanzó a interpretar su propio material y acuñó un estilo inimitable. Yo me ponía aquel casete para pedalear en bicicleta estática y así recorrí grandes distancias, pero más de una vez estuve a punto de caerme al suelo de risa.
En 1984 llegó el bombazo de Salsa Criolla, una “saga histórico-musical” que iba desde el descubrimiento de América hasta el presente, y el presente era el fin de la dictadura, la llegada de Alfonsín al poder, y la inflación escalando la cota del 700%. Salsa Criolla era lo que mucha gente estaba esperando. Estuvo diez años en cartel: más de tres mil representaciones, con tres millones de espectadores. Y lo reestrenará, por cierto, el año próximo. Con aquel espectáculo, Pinti se convirtió en rotundo capocómico, que en Argentina no define, como en Italia, a una mezcla de gerente y director de compañía, sino a un rey de la comedia en cualquiera de sus formatos. Pinti ha triunfado como monologuista, pero también en la revista y el musical, con Los productores (otro gran éxito), Hairspray o Anything Goes. En cine me deslumbró como actor dramático en Perdido por perdido, donde interpretaba a Gerardo Matesutti, un policía retirado que trabajaba para una compañía de seguros, con un poderoso aire al Edward G. Robinson de (coincidencia de títulos) Perdición.
Tuve que esperar algunos años hasta verle en directo: Ariel Goldenberg le invitó a Madrid para el Festival de Otoño de 2002, y aterrizó en el Albéniz a lomos de la antológica (en doble sentido) Serenata argentina, de la que recuerdo un par de números magistrales: sus aventuras como dinosaurio en el mundo tecnológico y su Historia acelerada de Argentina para uso de taxistas españoles. La noticia es que el maestro ha vuelto a Madrid: esta noche y mañana podrán verle en los Teatros del Canal con Pinti recargado, “monólogo irónico, melancólico y malhablado” de ese “editorialista del humor” que dice lo que piensa y piensa lo que dice, que sigue imparable a sus 75 años, con el mismo cabreo y la misma lucidez. A algunos quizás les incomode lo de “malhablado”, pero sus vertiginosas y rítmicas ristras de venablos también son una forma de arte, y resuenan como alegres taponazos de champán. No se lo pierdan.
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