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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Expatriación y mestizaje intelectual

Jordi Gracia

Muchas parecen siete votaciones para candidato tan evidente al premio Cervantes. Juan Goytisolo lo es no por razones venerables de edad ni sólo por solidaridad con un escritor que ha vivido de forma casi exclusiva de la escritura. Ni siquiera porque haya alguna oportuna sintonía entre su heterodoxia militante y los fantasmas que recorren España. Las mejores razones son de carácter definitivamente cultural: su obra narrativa y ensayística ha sido un auténtico torpedo contra lo peor de la herencia católica y lo más enquistado de la España veterotestamentaria.

Quizá a muchos les pese negativamente el articulista que ha visto con desengaño la evolución de la democracia en los últimos veinte años. A mí me pesa lo central: la plenitud creadora de un escritor con la fuerza de las ideas y del estilo para desquiciar los prejuicios de unas clases medias acobardadas. Aunque Goytisolo creyese de buena fe que íbamos a peor, hace ya unos cuantos años, su obra literaria hizo netamente mejor a la sociedad española mientras el novelista desmontaba autoengaños personales y mentiras de una tradición intelectual de sumisión y miedo. Señas de identidad fue en 1966 una novela deslumbrante: menos el autorretrato de un alter ego del escritor que el retrato de las carencias y debilidades patógenas de un país. El empuje de esa novela, obviamente impublicable en la España de entonces, contó como una de las alarmas más sonoras contra la conformidad de ser español al modo más rancio y perezoso. Sacudió a su lector como lo hicieron algunas más del tiempo, entre ellas Volverás a Región, de Juan Benet, Últimas tarde con Teresa o, incluso, Recuento, un poco después, de su hermano Luis.

El propio Goytisolo sabía bien el legado del que ahora se sentía continuador. Por supuesto, ahí estaba Luis Cernuda pero se remontaba más lejos, a obras tantas veces leídas desde el ombligo castellano y no desde la pluralidad de ombligos que hacen de un país un país de algún interés. De ahí que redescubriese libremente a un jovial e irónico Arcipreste de Hita y su Libro de Buen Amor o se engolfase en las entretelas nihilistas de una obra maestra absoluta como La Celestina. Eran ensayos justamente agrupados bajo el título El furgón de cola, y casi todos publicados en el exilio en los años sesenta. Goytisolo aun no contaba los 40 años.

Eran seguramente las condiciones morales para prolongar una exploración cada vez más desesperada tanto en la lengua como en la insumisión. Nació desde entonces la continuidad de una narrativa poderosa y agobiante, como sucede en Don Julián o en Paisajes después de la batalla y que en buena medida subsistió en El sitio de los sitios o Carajicomedia, ya al límite de 2000. Había dado ya, años atrás, el paso decisivo de abordar su autobiografía como no lo había hecho nadie en las letras españolas, sin eludir la viscosidad de una sexualidad analizada de frente. Pero sobre todo con el coraje de contar púdica y a la vez crudamente las razones de una biografía rectificada y dignificada gracias a la cultura y la razón crítica, gracias a la expatriación y al mestizaje intelectual y geográfico. Por eso ha vivido tantos años a caballo de París, Barcelona y Marrakech, mientras todos leíamos asombrados desde los años ochenta esos dos tomos de sus memorias, Coto vedado y En los reinos de Taifa. Ambos fueron cotas de un género que ya es nuestro también. Ya no confidencia y memorialismo sino literatura, sin más. 

Jordi Gràcia es profesor y ensayista.

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Sobre la firma

Jordi Gracia
Es adjunto a la directora de EL PAÍS y codirector de 'TintaLibre'. Antes fue subdirector de Opinión. Llegó a la Redacción desde la vida apacible de la universidad, donde es catedrático de literatura. Pese a haber escrito sobre Javier Pradera, nada podía hacerle imaginar que la realidad real era así: ingobernable y adictiva.

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