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Podemos, la vuelta de la canción protesta

El éxito del partido de Pablo Iglesias ha sido acompañado por la recuperación de himnos de la Transición

Diego A. Manrique
Mercedes Sosa, en una actuación incluida en el documental de Rodrigo Vila.
Mercedes Sosa, en una actuación incluida en el documental de Rodrigo Vila.

Para Podemos, la crítica de la Cultura de la Transición es compatible con el reciclaje de su banda sonora. Aunque Pablo Iglesias pudo citar en la reunión de Podemos en Vistalegre al grupo vallecano Hechos Contra El Decoro o retrotraerse a la movida con la mención a Polansky y el Ardor (Ataque preventivo de la URSS) en el Parlamento Europeo, a la hora del acto público se recurre a las mismas letras y melodías que seguramente cantaron sus padres.

No es un recurso inocente. En el acto del cierre de campaña para las elecciones europeas, Juan Carlos Monedero entonó Puente de los Franceses, canción popular identificada con la resistencia de Madrid durante la Guerra Civil. Un éxito, sin duda, pero también un síntoma inquietante para grupos integrados en Podemos, como Debate Constituyente, que detectó allí una contradicción capaz de espantar a simpatizantes no habituados a la épica guerracivilista: "por un costado se apela a la unidad ciudadana y popular, por encima de las etiquetas ideológicas y basada en la democracia profunda y en medidas sensatas de justicia social, y por el otro costado se muestra simbología propia de la izquierda revolucionaria y militante".

El hit parade de Podemos incluye temas integrados en la memoria sentimental de varias generaciones, desde el sobrio Canto a la libertad, de José Antonio Labordeta, al arrollador A galopar, poema de Rafael Alberti musicado por Paco Ibáñez. También hay productos de ultramar, como El pueblo unido jamás será vencido, de Quilapayún, folcloristas chilenos que ejercieron como embajadores culturales del gobierno de Salvador Allende, y Todo cambia, de Mercedes Sosa, obra de Julio Numhauser, también miembro fundador de Quilapayún.

A primera vista, un cancionero que se queda corto. No hace hueco a autores más jóvenes como Ismael Serrano o Pedro Guerra, que –lejos de modas o de banderas- han mantenido viva la llama del compromiso en su obra y en su vida profesional. Tampoco hay rastros de la canción política de los últimos tiempos, dinamizada por iniciativas como la Fundación Robo, que incluye al asturiano Nacho Vegas: se trata de ofrecer conciertos y distribuir canciones hechas con intención crítica.

De momento, aunque tenga pasado rockero, Iglesias prefiere alardear de humor progre: el pasado jueves, saltó al escenario del Galileo Galilei madrileño para cantar un ensayado Cuervo ingenuo con Javier Krahe; en su Twitter, lo definió como “momentazo”. Dos días después, recuperada la seriedad, en su asunción a la secretaría general de Podemos, Pablo Iglesias recitó el poema “Vientos del pueblo me llevan”, de Miguel Hernández, un saludo a las regiones de España unidas contra el fascismo. Lástima que olvidaron que hay una vibrante lectura musical de esos versos, realizada en 1972 por el grupo folk Los Lobos.

No hay dudas a la hora del cierre de los actos. L’estaca, de Lluis Llach, transmite un mensaje de ilusión colectiva y funciona como engrudo emocional: se presta a unir las manos y cantar a pleno pulmón. Traducida a otros idiomas, L’estaca ha demostrado sus poderes: era interpretada por los simpatizantes del sindicato Solidarnosc en la Polonia comunista; tuvo también protagonismo en Túnez, en los inicios de la Primavera Árabe.

Esta recuperación de la canción comprometida puede ser entendida como un acto de justicia poética. Pocos sectores de la música popular española tan maltratados como el de los cantautores politizados: se supone que, tras funcionar como “compañeros de viaje” durante los años duros, fueron rechazados al llegar los ochenta. Se había adelantado Luis Eduardo Aute, que llegó a publicar un Autotango del cantautor, también conocido como Qué me dices, cantautor de las narices, donde se burlaba de los tópicos del género: “Qué tortura, soportar tu voz de cura/ moralista y un pelito paternal/ muy aguda, metafórica y sesuda/ De esa letra que te acabas de marcar/ qué oportuna, inmunizas cual vacuna/ Y aún no sabes un par de cositas más/ que me duermo/ que tu música es un muermo, que me pones muy enfermo”.

Fernando G. Lucini, experto en canción de autor, habla de un “cierre en falso”. Autor de numerosos libros y responsable de una página web que debuta hoy, cancioncontodos.com, cree poder situar la ruptura entre el PSOE y los creadores de canciones: “fue durante los actos contra la OTAN cuando vieron las ovejas al lobo. Pensaron: ‘los mismos que nos han colocado en dónde estamos pueden echarnos’. Y es cuando se sacaron lo de Tierno Galván y la movida, marginando a los cantantes más incómodos. ¿Nombres? Elisa Serna, Adolfo Celdrán, Antonio Mata, Benedicto, Bibiano…”

El cantante Nacho Vegas, fotografiado en Madrid.
El cantante Nacho Vegas, fotografiado en Madrid.

Aunque hay quién relativiza esa caída en desgracia. Pablo Guerrero, creador de A cántaros, piensa que, en la Transición “algunos cantantes tuvieron una presencia yo diría que excesiva. Igual que ahora, que los cocineros están en todos los medios. Ojalá les toque pronto a los filósofos”.

Guerrero siguió trabajando como profesor y haciendo canciones que “cuidaban tanto el fondo como la forma, como siempre”; de hecho, acaba de terminar un nuevo disco, 14 ríos pequeños. Reconoce que sí hubo un ramalazo panfletario en sectores de la canción de autor, “aunque esa tendencia venía más bien de América Latina, donde las urgencias eran mayores y el mensaje se simplificaba.”

Desde allí, más exactamente de Chile, nos llega un recordatorio: lo que pudo ser activismo político también deriva en negocio o, si lo prefieren, un modo de ganarse la vida. Tras el exilio, Quilapayún se rompió en dos formaciones del mismo nombre, los que trabajaban el mercado europeo y los que residían en Chile. Los segundos, que tenían la legitimidad histórica, pleitearon en Francia hasta que se reconoció su propiedad en exclusiva de la marca Quilapayún.

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