El martillazo pendiente
El poscomunismo de 1989 coincidió con el apogeo del poscolonialismo, una tendencia que, paradójicamente, propuso una visión folclórica de América Latina
1. Cuando los berlineses echan abajo su Muro, América Latina le saca ventaja a Europa del Este en algunos dilemas que emergen del derrumbe. Para empezar, ya saben por allí lo que es la derrota de la izquierda o el desmontaje de la bipolaridad del mundo, al menos de su mundo. Saben el significado de una transición a la democracia o cómo se agita el cóctel de terapia de choque y neoliberalismo. Por saber, incluso saben lo que es dinamitar, cada jornada, un muro de 3.000 kilómetros que les marca la frontera —que es La Frontera— con Estados Unidos.
Tales ventajas recomiendan, pues, un poco de cautela a la hora de calibrar el impacto que tuvo el desplome del Imperio soviético sobre ese mundo al otro lado del Atlántico que Octavio Paz llamó, alguna vez, “el extremo de Occidente”. (Mejor, tal vez, un Occidente in extremis).
Sólo hay que echar un vistazo a las dos revoluciones que reciben el año 1989 desde el poder: la Cuba socialista y la Nicaragua sandinista. Pues bien, fue esta última —que no estaba regida por el modelo soviético— la que se vino abajo, elecciones y guerra civil mediante, tres meses después del estallido en Berlín. Mientras, la Cuba integrada estructuralmente en aquella galaxia que se desplomaba consiguió sobrevivir como Estado comunista, junto a China, Vietnam y Corea del Norte.
No es que América Latina fuera ajena a la Guerra Fría: desde la crisis de los misiles en el Caribe de los sesenta hasta el llamado conflicto de baja intensidad en la Centroamérica de los ochenta, pasando por las dictaduras del Cono Sur afianzadas en los setenta, allí también se disputó el partido por la hegemonía mundial entre el comunismo y el capitalismo. (Mejor, tal vez, entre Estados Unidos y la Unión Soviética). Pero, incluso teniendo en cuenta este nexo, resultaría erróneo concederle a la hecatombe del comunismo un mero efecto de arrastre por aquellos paisajes.
2. Las peculiaridades perceptibles en la política son todavía más acentuadas en la cultura. El 9 de noviembre de 1989 encuentra a unos intelectuales latinoamericanos bastante ajetreados en la renovación de sus cánones, más preocupados por las relaciones Norte-Sur que por el conflicto Este-Oeste y mucho más atribulados por la crisis de la modernidad, que por la del comunismo. Tanto si se trata de las polémicas tradicionales, como si lo que se ventila tiene que ver con los desafíos de la estrenada globalización, el mosaico de inquietudes es proporcional a la diversidad crítica desplegada para abordarlas.
La cultura latinoamericana tenía muros propios que derribar; y demostró que a la muralla de los estereotipos también hay que demolerla si queremos descolonizarnos, de los otros y de nosotros mismos
¿Qué se discute en Latinoamérica a la altura de 1989? Pues… desde las particularidades de la posmodernidad hasta el reacomodo del (también post) colonialismo. De la represión del Estado, a la violencia de la sociedad. De la validez de las utopías, a los efectos de una modernidad anómala. Desde la revisión de los determinismos de la identidad, hasta la indagación en el estatuto contemporáneo de la tradición. En el Caribe antillano, esos argumentos se enfocan a partir de rebasar las variaciones de Calibán que habían monopolizado las interpretaciones de su insularidad.
Para asumir tales retos no bastaba con repetir el posicionamiento habitual ante las antiguas metrópolis coloniales, o el imperialismo norteamericano (por importante que fuera tenerlo en cuenta). De ahí la distancia con el pensamiento binario de los años sesenta que, bajo el impacto de la revolución cubana, había descansado en la teología de la liberación, la teoría de la dependencia o la estética del boom.
¿Qué Occidente se regodeaba en proclamar (y rentabilizar) su decadencia? Ahí estaba en Chile Nelly Richard para reivindicar “la crisis del original y la revancha de la copia”. O Roger Bartra para destapar las redes imaginarias del poder político que alimentaban el nacionalismo mexicano. O el cubano Antonio Benítez Rojo para enfatizar un Caribe global que desbordaba su geografía.
Alberto Flores Galindo recuperó la utopía andina en su viaje al origen de la violencia en Perú, mientras que Aníbal Quijano la reivindicó como una salida adecuada para “dejar de ser lo que nunca hemos sido”.
La cultura latinoamericana tenía muros propios que derribar si quería situarse en otra escala; y demostró que a la muralla de los estereotipos también hay que demolerla si queremos descolonizarnos, de los otros y de nosotros mismos.
3. El año 1989 es el de Los Magos de la tierra, que pudo verse en el Centro Pompidou hasta el 28 de agosto. Faltaban menos de tres meses para que comenzara el desmantelamiento del mundo comunista y sería absurdo establecer una relación causa-efecto entre el final de una exposición y el final de un Imperio. Es más, pese a la inclusión de Cildo Meireles o José Bedia, Los Magos… ni siquiera fue una exposición sobre América Latina. Pero tampoco sería inteligente negarle su valor inaugural o el modo en que acuñó proyectos posteriores. Les Demons des Anges (1989), Kuba OK (1990) o Cocido y crudo (1994) son tres de las primeras exposiciones que afianzaron la persistencia de aquella marca, con sus matices, sus buenas intenciones, el inalterable reparto de sus roles. Ahí tenemos a la cultura periférica (o subalterna) explicada por instituciones o comisarios del Primer Mundo. Ahí esa mezcla de afán redentor, crítica a los centros desde los mismos centros, encumbramiento del irracionalismo o el repertorio de fantasías exóticas que ya había despachado Edward Said en Orientalismo o en Cultura e imperialismo. Y ahí la estandarización que, en el mundo pos-Berlín, unificó a América Latina con Europa del Este, Asia o África según los códigos poscoloniales.
El año 1989 fija la correspondencia entre el advenimiento del poscomunismo y el apogeo del poscolonialismo. Entre otras cosas porque, si bien el comunismo fue derrotado, lo cierto es que no fue enterrado del todo. Más bien fue colonizado por un capitalismo que tuvo a bien el reciclaje de sus activos iconográficos, su plutonio, su gas, su petróleo, su autoritarismo.
Aquella América Latina diversa que había recibido el año 1989, pronto fue licuada en la estandarización poscolonial bajo evidentes o camuflados cánones etnocéntricos. Con la conversión de su presencia en un inmenso ready made, la vuelta al énfasis folclórico o su adjudicación como reserva cultural para la revitalización de un Occidente instalado en el fin de la historia. No se trata de negar la inserción de la cultura latinoamericana en la cultura global. Es cuestión de reconocer que fue a costa de una contracción de su propia diversidad y de ignorar, a menudo, su capacidad para pensarse a sí misma.
4. A diferencia del colonialismo o el neocolonialismo, el poscolonialismo se ha presentado como una enmienda y asimismo una afirmación positiva de los otros. Para ello resultó imprescindible suprimir el sujeto y la acción de su procedimiento. Cualquiera puede reconocerse como un especialista en estudios poscoloniales, pero nadie se asume como un poscolonialista. Y cualquiera puede presumir de dominar unos temas, pero nadie hablaría de “poscolonizarlos”.
La crítica a esta paradoja no ha sido bien recibida durante estos años. En buena medida, por la perversión de que todo se ha hecho en nombre de las culturas subalternas o de la emancipación de aquellos clasificados como sujetos étnicos…
Ahora que esas estrategias se sostienen cada vez menos, tal vez sea el momento de pegarles un martillazo, como a aquel muro en Berlín hace 25 años.
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